jueves, 5 de mayo de 2016

Cine y micción

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Cine y micción

Someto a vuestra consideración este detalle que siempre me ha dejado estupefacta: ¿cuántas veces hemos visto la micción masculina en el cine? Y con qué complacencia, con qué fruición y con cuántas variantes: como competición, como rito iniciático, como símbolo de fratría, de humor, de ternura, de compañerismo, etc. etc.
Total, que mientras la micción femenina es una simple necesidad fisiológica, la masculina es una especie de proeza de interés general[*].
Claro, este ejemplo, de entrada, parece insignificante. Pero, justamente, su interés radica en su insignificancia. Demuestra que la cámara puede detenerse a explorar todo lo que tenga que ver con el mundo viril convirtiendo así en significativos hasta los pormenores más triviales.
Porque la cámara, al filmar un episodio como digno de ser narrado, lo inviste de interés. Y al revés: si los asuntos, historias, avatares, opiniones, anécdotas, etc. de las mujeres no se ven, equivale a considerar que no existen. O, en cualquier caso, que carecen de enjundia por sí mismos.
Somos seres vicarios en la historia de otros y sólo aparecemos en función de ellos: la niña de la que él se enamora, la adolescente que lo provoca, la que le hace sufrir, la mala que lo decepciona, la madre que lo agobia o lo consuela, la hermana que lo irrita, etc. Recordad Barrio. Queremos a esos chicos aunque no sean, en principio, nada excepcionales. Los queremos con sus torpezas, sus fantasías, sus ingenuidades, sus malos rollos. Nos enternecen sus avatares. Durante hora y media compartimos sus vidas y vemos el mundo (y, por supuesto a las mujeres) desde ellos. Sufrimos con la decepción del que descubre que la emigrante que le interesaba es una puta, nos sentimos provocados por la hermana del otro, nos conmueve ese hombre que desea preservar a su hijo del dolor y la humillación. Y hasta llegamos a compadecer al padre que termina viviendo en la calle. Sí, la madre lo ha acusado de maltratador pero sabemos que es mentira, al menos eso se deduce de la escena. Y aunque fuera verdad: al no verlo, no nos duele.
En efecto, la inmensa mayoría de las películas nos inculcan un constante aleccionamiento sentimental, una propaganda masiva, para que conozcamos y comprendamos los gustos masculinos, perdonemos sus traspiés, nos emocionen sus penas, nos conmuevan sus debilidades, nos riamos con sus pequeñas o grandes cosas, rechacemos lo que les hace daño (incluyendo las malas mujeres)...
Y sí, claro, no está mal tener una cierta educación que te permita ponerte en el lugar del otro. Pero lo que las mujeres recibimos es una sobredosis de ese tipo de educación que, para colmo, va de par con una cruel carencia de historias nuestras.
¿Dónde están reflejados nuestros miedos? ¿Dónde el terror de tener un cuerpo que no guste? ¿Dónde la humillación de saber que constantemente te catalogarán por tu envoltorio? ¿Dónde las casi siempre difíciles relaciones con tu madre? ¿Dónde nuestros juegos? ¿Dónde la mirada que ayude a las adolescentes en la búsqueda de su sexualidad si están inundadas por las imágenes de la sexualidad masculina?
¿Dónde nuestras proezas?
 Y, además (y digo esto para calmar a las que, por deformación sentimental, sólo están preocupadas por ellos mismos), las películas que narran el mundo desde perspectivas de mujeres brindan a los hombres la oportunidad de ocupar nuestro punto de vista. Enriquecen así su mirada, los hacen más sutiles y más inteligentes. Favor que les hacemos...



[*] Pensad, pensad y ya veréis la cantidad de pelis que nos narran tan relevante episodio…

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