Lo digo porque me maravilla la cantidad de gente que
defiende El último tango en Paris argumentando
que es iconoclasta, rompedora, progresista…
La película sería realmente innovadora si viésemos como un
maromo tumba a Marlon Brando, lo inmoviliza, le unta el culo de mantequilla y
le mete la polla. Así sí.
Y, oye que para considerarla sediciosa, atrevida, valiente,
audaz (¿revolucionaria?) no sería preciso, que el maromo en cuestión “se la
metiera de verdad”, bastaría con que la escena chorreara voyeurismo placentero.
Ni siquiera exigiríamos que a Brando le hubieran ocultado lo que iba a pasar a
fin de que su humillación y espanto fueran auténticos.
Maria Schneider tenía 19 años y era desconocida ¿cómo plantarle cara a Brando (50 años), esa una estrella mítica?
Pero, francamente, vendernos la violación de una señora como
rompedora… cuando el asunto de violar mujeres es más viejo que la Tana…
El fondo del film, lejos de ser iconoclasta, huele a rancio
en grado sumo. Solo puede considerarse novedoso y atrevido el hecho de que esta
escena fuera tan explícita y se mostrara con tal regodeo, dado que, hasta los años
sesenta-setenta, las violaciones –incluso los encuentros sexuales consentidos- solo
aparecían en pantalla de manera más o menos velada, insinuadas o apuntadas.
Y sí, claro, se entiende que en aquellos años, los españoles
cruzaran la frontera francesa en masa para ver este film. Eran gentes educadas
en el más cutre franquismo-eclesial y, por lo tanto, estaban deseando “pecar”.
Digo pecar porque, cuando “se lanzaban al desmelene”, lo
hacían con la mentalidad de “pecadores” lo que significaba que, en el fondo, aún
no podían concebir un mundo distinto.
La idea o el sentimiento de pecado se dan en quien todavía respeta
y cree en las sagradas tablas de la ley. Osa transgredir las normas un poquito,
aquí y allá porque “la carne era débil” pero sigue metido en ese marco de
referencia.
Así, si yo me comiera un copón de hostias “consagradas”
untadas de mantequilla y mermelada, quienes creen en el dios cristiano lo
considerarían un sacrilegio. Yo, no. Porque soy atea y no pensaría estar devorando
el cuerpo de nadie y menos el de un señor muerto hace más de veinte siglos y al
que, para más inri (nunca mejor dicho) se le llama hijo de la divinidad.
Lo triste es constatar que ahora, cuarenta y tantos años más
tarde, sigue habiendo personas que creen que esta peli es progresista, que
violar es rompedor, que glorificar la prostitución es guay y que la sexualidad
es genitalidad masculina. Esas persona, en su mayoría, ya no están guiadas por los
mandatos y principios sacramentales de la religión sino por los del patriarcado
(pero religión y patriarcado son uña y carne).
Es gente muy rancia y extremadamente conservadora puesto que
el patriarcado es la ideología más antigua de las existentes (comparado con el
patriarcado, el capitalismo nació ayer por la mañana).
Tales personas, aunque alguna
vez o en algún aspecto se atreven a transgredir principios androcéntricos y
misóginos, siguen teniéndolos como referencia, como vara de medir. No son
capaces de cuestionar la raíz ni la base de esa ideología.
Su pensamiento no
es revolucionario sino, todo lo más, comedidamente reformista ya que no
cuestionan el modelo de sexualidad patriarcal, ni les pasa por la cabeza
dinamitarlo sino que, como mucho, osan infringirlo puntualmente.
No consiguen imaginar (ni en muchos casos quieren) un mundo
donde las mujeres no estén al servicio del placer sexual masculino.
Así, he leído un artículo donde se dice que Maria-Schneider
"En contra de su voluntad se convirtió en una figura de la revolución
sexual".
¿Pero, por diosa, qué es la revolución sexual según ellos?
¿Faltar a misa? ¿enrollarse con el cura? ¿no rezar el rosario? ¿ir “de putas”
todos los días? ¿presumir de violar mujeres en manada?
Porque, como dije antes, violentar, usar y violar mujeres es
de lo más antediluviano que hay y de rebelde no tiene nada.
Concluyo, pues, que, para estas cutres-mentalidades la
revolución sexual significa lo de siempre: barra libre para que ellos follen
con quien les dé la gana, pero ahora sin reservas, mostrado en pantalla y difundido
por las redes sociales.
Para estas mugrientas ideologías la revolución sexual no
consiste en cuestionarse la entronización de los genitales masculinos, ni la
sacralización del "aquí te pillo, aquí te la meto, aquí mato y tu
encantada, claro". Según ellos la revolución sexual consiste en más de lo
mismo aunque mostrado y reclamado sin tapujos: emitido “en abierto”.
Pero sus prehistóricas concepciones de fondo permanecen
inalterables.
Así, por ejemplo, creen en la esencia sagrada de la
penetración. Para ellos la penetración (y como variante la felación) no es una
posibilidad entre otras del intercambio sexual placentero, sino el alfa y la
omega de la sexualidad. Algo que PER SE,
al margen de cómo ocurra, dónde y con quien -siempre que el quien sea mujer,
por supuesto- es placer sexual. Y por eso, los varones han de gozar penetrando
a una señora –cuando no a una niña- aunque ella no tenga deseo alguno, esté
inconsciente o incluso se muestre horrorizada. Y a las mujeres tiene que
gustarnos que nos penetren por cualquier orificio, de cualquier manera y en
cualquier circunstancia (y cuando decimos lo contrario es por fastidiar).
Si las feministas fuésemos tan cutres y reaccionarias como
son los seguidores de los mandamientos patriarcales, simplemente nos
limitaríamos a pedir que las pantallas también nos mostraran ingenuos jovencitos
de 19 años siendo violados por señores que les doblaran en edad.
Pero resulta que no, que no estamos en esa “lógica”, ni en ese
marco de referencia sino que luchamos
por un mundo donde el intercambio sexual se dé entre seres autónomos y
equipotentes y se base en el deseo y el placer compartidos. Eso sí que es
rompedor y revolucionario. Lo demás son cuentos.
Este artículo se publicó en Tribuna Feminista, el 9 del 12 de 2016:
http://tribunafeminista.org/2016/12/pecar-contra-el-patriarcado-o-dinamitarlo/
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