Publicado en Claves de la Razón Práctica, nº 126, octubre 2002.
Hace, pues, más de 10 años que lo escribí, pero aún seguimos padeciendo esta atrocidad. Al releerlo, me doy cuenta de que, sin embargo, hemos avanzado. Se percibe que ahora tenemos la ley y que hay una mayor sensibilización social. Muchas películas continúan fomentando alegremente barbarie contra las mujeres pero otras la denuncian (Te doy mis ojos, por ejemplo)
¿Existe lo silenciado?
Sí, claro que existe pero no tiene peso social. Y las
consecuencias son múltiples: lo que no vemos ni oímos en el espacio público
carece de importancia en ese ámbito. Si no se ve, ni se habla, si no tiene
tiempo ni sitio, no es digno de interés ni de debate. Desaparece.
Lo que no puede insertarse en un relato socialmente
compartido, queda relegado a anécdota personal: algo habrás hecho tú para que
te pase esto. Y, si no has hecho nada, pues será cuestión de mala suerte... En
suma: has de vivirlo sola, sin ecos, sin espejos, sin apoyos, sin lugar
simbólico. Has de vivirlo en la pura inanidad e intrascendencia. Pero, en
cualquier caso, se trata de un asunto privado –puede que vergonzoso- con el que
tú verás cómo te las arreglas. No incumbe a la sociedad.
Porque sólo el relato público (sea de ficción o no) consigue
que las experiencias privadas se inserten, en palabras de
Rubert de Ventós (El País, 9-12-97), en un "Orden de discurso que le permite a la gente reconocerse,
recuperar su legitimidad, salir de su escondite". El relato público
trasforma lo acontecido y lo convierte en vivencia digna de ser contada y
escuchada. Le concede peso, lugar y trascendencia social.