Sesenta años después: una mirada feminista sobre Calle Mayor (Bardem, 1956)
Vi Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956) a mediados de los sesenta. Transcurridos tantos años, guardaba un recuerdo vago pero, al mismo tiempo, muy intenso. Vago porque había olvidado los detalles (grandes o pequeños), los vericuetos de la trama e incluso el desenlace. Solo recordaba, grosso modo, la línea argumental y conservaba en mi retina algunas imágenes de los dos principales protagonistas de pie, interpelándose, pero ya sin rostros (¿quiénes eran los actores?).
Pero el recuerdo era también intenso porque sabía que Calle Mayor me había impresionado muchísimo. Reflejaba la realidad y la realidad era atroz: una estructura social tolerante con la crueldad y prepotencia de unos, al tiempo que obligaba a otras a la impotencia y al dolor. Sí, ese film me había herido a pesar de que, por aquel entonces, yo no era feminista, ni mis circunstancias se parecían a las de Isabel, la protagonista. Yo estaba en la universidad y pergeñaba un proyecto de vida esperanzador y abierto, en ruptura con las normas tradicionales… En efecto, aunque solo hubieran transcurrido diez años desde que la película se rodó, mi generación ya creía en un horizonte de esperanza. Ya luchábamos buscando los cambios socio-políticos que eclosionarían más tarde.
Cuando hace poco decidí volver a ver este film, me acerqué al cine con una cierta aprensión: ¿me defraudaría? ¿podría incluso llegar a irritarme? La película sería la misma, cierto, pero mis ojos, no.
Pero Calle Mayor volvió a impactarme grandemente. Y volvió a parecerme una película excelente pese a ciertas torpezas y limitaciones de guion.
La historia se resume así: Isabel, la protagonista, vive en una ciudad provinciana. Tiene en torno a treinta años. Para los cánones de la época, es ya una solterona. Condenada, pues, a limitar sus salidas y “entretenimientos” a misas, rosarios, novenas, pésames, visitas de compromiso, paseos con su madre y rituales muy estereotipados.
Un grupo de bestezuelas machistas urden una “broma” a su costa. Para ello, empujan a un miembro de la pandilla, apuesto pero algo bobalicón, a que se le “declare” y la engatuse. Deciden que, cuando Isabel esté ya totalmente embalada, le descubrirán el engaño y se mofarán de su credulidad e ilusión.
Pienso que merece la pena detenerse en comentar, tanto para bien como para mal, ciertos aspectos de este film.
1-La película muestra la crueldad, la estupidez y la irresponsabilidad de una panda de obtusos inmorales. Carecen totalmente de empatía, de escrúpulos y de pensamiento complejo. Tanto, que no ven diferencia alguna entre el hecho de enviar un féretro a quien no está muerto y el de mofarse y ridiculizar los sentimientos más profundos de una persona (claro que esa persona es una mujer, o sea, para ellos, persona de segunda).
Este grupo de hombres no son, ni mucho menos, unos jovenzuelos gamberros y/o desestructurados sino adultos (algunos bien entrados en años), con situación social estable, holgada y reconocida en la ciudad. Salen del trabajo, se juntan entre ellos y empiezan a rodar por los bares, el casino, las calles, el prostíbulo…
Casi todos están casados aunque prescinden de cualquier compromiso con sus respectivas familias. Se deduce que a su casa irán a comer, a dormir, a cambiarse de ropa sustituyendo la sucia con la que su mujer o su madre les tengan preparada. A sus respectivas esposas deben “sacarlas” (así se decía) tres o cuatro veces al año, en fechas muy señaladas. Y, por supuesto, cuando hablan de ellas, emplean un tono despreciativo. A sus hijos los reconocerán si los ven por la calle, pero, desde luego, no asumen responsabilidad alguna en su crianza, ni educativa ni afectiva.
2-Don Tomás, el profesor intelectual. No participa en las salvajadas de la pandilla pero tiene una mirada muy condescendiente sobre ellas. Cuando él es la víctima de una “broma”, se irrita pero, en conjunto, encuentra “explicaciones” para las actos de esa caterva de embrutecidos que, según él, actúan así por aburrimiento y por falta de estímulos.
Cierto que, ante cualquier acción humana, es adecuado e interesante examinar los porqués y buscar razones pero, entre analizar y justificar hay gran diferencia. El análisis del “eminente intelectual” cojea, es superficial y ciego porque no considera ni el factor clase social ni, por supuesto, la chulería y prepotencia patriarcal y machista. Así, Don Tomás no se pregunta por qué si todos los habitantes de esa ciudad tienen el mismo entorno, no todos reaccionan del mismo modo. En buena lógica, debería deducir que, para actuar como ellos, además de estar aburrido, es preciso carecer de empatía, de escrúpulos, de criterios éticos.
No es, pues, de recibo que D. Tomás limite su juicio a una simple disquisición sobre la falta de estímulos en esa ciudad.
Y, además, podría sentir un atisbo de conmiseración hacia las mujeres, que, al vivir constreñidas en espacios físicos y simbólicos limitados y férreos, carecen en mucha mayor medida de esparcimientos y de margen de maniobra. Podría igualmente reprochar a esa panda de desaprensivos que rehúyan totalmente sus obligaciones y responsabilidades familiares. Y podría preguntarse por el sino funesto de sus esposas ya que ellas no solo viven un vida aún más empobrecida y limitada si no que, por añadidura, tienen que aguantarlos en casa.
También podría plantearse si es posible actuar para remediar tanta estupidez, si es factible buscar salidas inteligentes y éticas… Pero no se pregunta nada de eso. En resumen: hace un análisis frívolo, parcial, exculpatorio y, para colmo, en sus palabras no asoma ni un atisbo de rebelión o de propuesta alternativa.
Y no olvidemos que el film transcurre en pleno franquismo. Si lo analizamos con perspectiva histórica, proyectando socialmente la “comprensiva” pasividad de Don Tomás, deducimos que es el clásico personaje que no se considera fascista, que incluso se permite el lujo de sentir una cierta “supremacía moral”, pero que objetivamente actúa como sicario pues soslaya y evita hasta el más mínimo compromiso con el cambio. Tan es así que ni siquiera acepta la colaboración que le propone Federico (el joven intelectual “inquieto” que viene de Madrid) para escribir en una revista “innovadora”.
Por todo ello, este personaje me repugna y me parece especialmente vomitivo.
3- El protagonista. El actor (José Suárez) está muy bien elegido. Es un hombre apuesto pero bastante átono y carente de chispa. Parece algo obtuso y muy débil, incapaz de oponer la mínima resistencia al grupo de pares. Cierto, no es tan brutal como los otros, no le divierte causar daño, pero consiente en ello porque su cobardía prevalece sobre sus escrúpulos.
4- Isabel, la protagonista. Su vida está limitada y regida por rituales que aparentemente no cuestiona. Sin embargo, su cara y su mirada no solo expresan ingenuidad y docilidad sino también expectación. La actriz, Betsy Blair, fue un gran acierto de casting. En efecto, aunque, a bote pronto, su personaje pueda parecer transparente y sin doblez, hay en su rostro un algo inestable y complejo. Algo que inquieta a quien la mira. Sus ojos, como de pájaro, tienen un reflejo interrogante, trasmiten una no-adecuación con el modelo tranquilizador de chica “como dios manda”. Se entiende que a los hombres, ese “algo” los desestabilice y los espante –aunque que no sean capaces de formularlo conscientemente-. Por eso quizá no “encontró novio”.
Isabel, que vive tan contenida, una vez que “abre las compuertas” se desborda y se entrega a la pasión. Pierde el sentido del comedimiento. Y así, se lanza sin reservas a besar a Juan (que una mujer llevara ese tipo de iniciativas, más allá de que lo estuviera o no deseando, no era lo habitual ni lo protocolario). Ese desbordamiento la lleva a perder la noción de realidad y a inventarse casi de cuajo la “historia de amor”. Puede resultar sorprendente la total incapacidad que muestra Isabel para captar las señales que Juan le envía: nunca le dice “Te quiero”, siempre está serio, cerrado, nada efusivo.
Como ha señalado repetidamente la teoría feminista, la ceguera que padece Isabel se cimienta, por un lado, en la quimera del “amor maravilloso”, el opio de las mujeres, el que se fomenta en ellas para empujarlas a idealizar y aceptar la sumisión, la explotación doméstica y el abuso sexual. Pero, por otro lado, más allá de embellecimientos románticos, porque el matrimonio o el convento eran las únicas alternativas posibles para una mujer en aquella época y circunstancias.
En, efecto, las mujeres carecían por sí solas de un lugar en el mundo: sin trabajo asalariado, ni profesión, ni autonomía para moverse, ni distracciones (salvo, quizá, leer, pero ¿qué leer cuando no se tiene formación ni acceso a libros, salvo libros píos o novelas “rosas”?), ni posibilidad de hacer proyectos personales… Una mujer en esas condiciones y circunstancias, solo podía esperar a que un hombre le diera un estatus y le facilitara el acceso a un hogar propio, a la maternidad, a un proyecto de vida (proyecto sometido a la “autoridad” marital, cierto, pero donde ella tuviera un papel).
Se entiende, pues, que para las mujeres encontrar un hombre (o, para ser exacta, que un hombre las encontrara) fuera la única salida.
Eso sin contar con que Isabel puede, por fin, a sus treinta años, expresar su sensualidad, sentir el placer de tocar otro cuerpo, de besarlo, de mirarlo. Lógico, pues, que se ciegue y no vea, no quiera ver, hasta qué punto Juan no participa para nada de su entusiasmo.
Y un último apunte sobre este personaje: la opción de marcharse a Madrid que le propone Federico es disparatada e inverosímil. Una mujer que nunca ha viajado, que solo conoce los rituales y costumbres de su ciudad, una mujer sin recursos económicos, sin parientes, sin casa, sin trabajo, sin capacitación profesional, sin experiencia ¿qué salida puede encontrar en Madrid? ¿Un prostíbulo?
5- Y ya que mencionamos el prostíbulo, hablemos de ello. Este es claramente el capítulo más fantasioso e irreal de la película porque es aquel donde el director –y también guionista- se deja llevar por la ideología dominante.
Igual que, como acabamos de decir, a Isabel la ciega el amor, a Bardem, en este punto, lo ciegan los tópicos patriarcales.
Y, así, el prostíbulo que muestra el film está totalmente idealizado.
¿En qué me baso para afirmar tal cosa?
Para empezar, en el casting. Ya dije que, así como la elección de José Suárez (un guapo soso) y Betsy Blair (un rostro cambiante y complejo) fueron un acierto, la de Dora Doll -alemana rubia, bien alimentada y que a sus 31 años conserva una magnífica y completa dentadura- en el papel de prostituta de una ciudad de provincias en los años 50 es totalmente inverosímil… Actualmente la prostitución es un negocio planetario que trafica cargamentos de mujeres, todas jovencísimas (a quienes, por lo tanto, los años no han podido deteriorar aún), procedentes de todos los rincones del planeta y para todos los gustos: desde bielorrusas, hasta nigerianas. Pero, en aquella época, la prostitución se nutría de mujeres autóctonas que, todo lo más, procedían de otra provincia, otro pueblo, otra aldea. Mujeres que se prostituían porque estaban literalmente muertas de hambre o porque “habían perdido el honor” es decir, porque habían sido violadas, maltratadas, abandonadas…
Las prostitutas de los años cincuenta y sesenta (salvo un grupito de “élite” en cada gran ciudad) no eran mujeres convenientemente nutridas ni vestidas con trajes bien cortados y cabellos peinados y teñidos en peluquería.
Y vuelvo a insistir sobre las sonrisas “profiden” que lucen. Quizá lector@s de menos de sesenta años puedan considerar este asunto como poco pertinente o fuera de lugar porque ignoran que, incluso entre la gente que no pasaba hambre, era difícil llegar a los treinta con dentaduras completas y sin una mella.
Diré en un inciso que yo, que conocí esa época (y por esa puedo imaginar otras) siempre me siento molesta cuando veo películas históricas y compruebo que a los actores que hacen papeles de “pobres” los visten con harapos, cierto, pero tienen piel reluciente, cabello estupendo, dientes impecables, esqueleto sin asomo de raquitismo…
Ahora bien, donde el director idealiza en extremo es cuando describe el comportamiento de los personajes en el prostíbulo.
¿Hemos de creer que esa panda de seres sin entrañas va al prostíbulo a cantar y a jugar al ajedrez? ¿Hemos de creer que allí se comportan con comedimiento? (o, todo lo más, cuando se pasan de copas, exagerando un poco el bullicio). Parece que sus animaladas y su falta de consideración las reservan para las otras mujeres y los otros habitantes de la ciudad. Esos seres, que no respetan a nadie, sí respetan a las prostitutas… Ni las insultan, ni se mofan de ellas, ni las humillan, ni “ná de ná”. Todo lo más, pagan para hacer lo que hacen con su “santa esposa” (o lo que harían caso de tenerla): follársela de manera convencional, en plan misionero (no vemos nada pero es lo que podemos deducir) y para contarles sus penas…
¿Y ellas? pues nada, tan felices y, por si fuera poco, enamorándose de los puteros… No niego la posibilidad de que una prostituta prefiera a Juan sobre cualquier otro miembro de la pandilla pues todos son mucho más feos, pero de ahí a enamorarse…
Claro que el mito de la prostituta enamorada tiene enorme tradición cinematográfica. Lo encontramos en Airbag (Bajo Ulloa, 1997) o Pretty woman (Garry Marshall, 1990). Mito que alterna con el de “Soy prostituta porque esa es mi vocación libremente elegida” que nos muestran films tan variados como Ochocientas balas (Álex de la Iglesia, 2002), Belle de jour (Buñuel, 1967) o Jeune et Jolie (Ozon, 2013).
Pero, claro, en un film como Calle Mayor, este irrealismo de cuento de hadas desentona.
Con todo, a pesar de las limitaciones que acabo de enumerar, esta es una película de calidad.
Pienso que desde que se inventó el cine, ciertos films deberían incluirse en los currículos escolares y formativos. Nada como una buena ficción audiovisual o un buen documental para entender el mundo.
Calle Mayor nos dice mucho sobre la dictadura franquista. También nos ilustra sobre los enormes avances en libertad y autonomía que las mujeres hemos conquistado.
Y, al tiempo, nos da pie para reflexionar sobre nuestra realidad actual, sobre lo que aún queda profundamente escrito como marcas de género: en los hombres, la importancia que le dan al grupo de pares, el respeto y la consideración en la que tienen a otros hombres, a quienes estiman muy por encima de las mujeres. Y, en estas, la idealización del amor romántico, la creencia de que si no aparece “El”, su vida está mermada e incompleta.
En definitiva, Calle Mayor sigue interpelándonos, sigue de actualidad y merece verse, hoy, en 2019.
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