Kafka decía que las
imágenes le disgustaban porque le impedían ver. Kafka era un hombre raro,
inteligente pero raro. Al común de los humanos, lejos de disgustarnos, las
imágenes nos apasionan. Tanto que actualmente constituyen nuestra primera
fuente de información, de ocio, de aturdimiento, de emociones... Tanto que no
nos importa si tal sobreabundancia ciega nuestros ojos... Tanto que miramos
incluso las que carecen de interés (¡lo que nos cuesta apartar la vista del
televisor del bar donde estamos charlando con alguien aunque lo que emite sean
tontadas!...)
Puede que
efectivamente tengamos cinco sentidos pero, para la mayoría de nosotros, la
vista se impone a los demás.
Y por eso nos
resulta tan difícil poner en entredicho lo que se nos cuenta con imágenes.
Evoquemos
cualquiera de las muchas películas fantasiosas que vemos, Gladiator, (R.
Scott, 2000) sin ir más lejos. Recordemos que el protagonista cae en desgracia
con el nuevo Emperador y éste manda asesinarlo. Aunque herido, consigue escapar
y llegar a los alrededores de Mérida. Imaginemos por un momento que alguien nos
narra oralmente esa huida. No sé qué conocimientos sobre la geografía de esta
parte del mundo pueden tener, por ejemplo, los americanos o los asiáticos. Pero
sé que a un oyente europeo medio le explicas que para ir desde Alemania a
España tienes que pasar por el desierto y da un respingo. Máxime si oye que tan
fantasioso viaje a lomos de caballo dura tres o cuatro días aproximadamente puesto
que al protagonista le da tiempo incluso a volver a África antes de que, o bien
se le cure la herida que recibió al escapar, o bien pierda el brazo a
consecuencia de ella.
Alguien que narre
oralmente o por escrito tal periplo no puede permitirse licencias semejantes si
tiene la pretensión de construir un relato de corte verídico/realista (como es
el caso de la película). Debería, por el contrario, situarlo clara y
explícitamente en el terreno de la fantasía haciendo intervenir magos,
alfombras, caballos voladores o similares artilugios... Pero, en el cine, la
instancia narradora construye situaciones como ésta de Gladiator –y
otras mucho más descabelladas e inverosímiles aún- sin que el espectador las
registre como tales.
Así, vemos en
película tras película que basta con una rauda penetración sin más preámbulos
para que tanto él como ella alcancen el orgasmo al unísono y a una velocidad de
vértigo.
Ahora bien, si
después de ver El Cid (Mann, 1960), alguien cree conocer la Edad Media
española, tampoco resulta una catástrofe. Pero, si al llegar a una primera
relación sexual, los y las jóvenes consideran que las muchísimas escenas que
han visto en el cine y la televisión reflejan la realidad, el asunto es mucho
más grave y puede hacerles sufrir traumas considerables...
El espectador
obnubilado
Es muy difícil para
el espectador “despegarse” de las imágenes en movimiento para conseguir una
mirada distanciada y juiciosa.
Comparemos la
verosimilitud de Pretty Woman (Marshall, 1991) con la del cuento de Cenicienta.
Lo del hada madrina, la calabaza transformada en carroza y el zapato salvador
no es mucho menos probable que la existencia de una prostituta de acera tan
pura y virginal, tan ingenua colegiala, tan poco manchada por la vida, tan
preocupada por la higiene dental, a la que le baste pasar por una peluquería y
una boutique para transformarse en elegante dama. Y que, además, encuentra a un
apuesto súper millonario, asediado por todas las mujeres, inteligente,
respetuoso, de intensa vida cultural (recordemos que no desdeña viajar de
Hollywood a Nueva York para asistir a la ópera) y dispuesto a casarse...
Pero la diferencia
abismal entre los dos relatos es que, a partir de los cuatro años, nadie piensa
que la Cenicienta sea una historia posible en la vida real...
El
espectador crédulo
La cosa se agrava
sabiendo que los humanos concedemos mayor credibilidad a lo que percibimos con
la vista que a lo que percibimos por cualquier otro sentido. Ante todo
confiamos en ella. Si en una película recibimos dos mensajes opuestos, uno
oral, otro visual, daremos por bueno éste frente a aquel. Creeremos lo vemos y
no lo que oímos aunque ambos sean igualmente construcciones. Para los
espectadores la discordancia entre imagen y palabra siempre se resuelve de la
misma manera: la imagen se impone a la palabra. Los buenos directores han
aprovechado tal cosa para lanzar mortíferas cargas de profundidad. Pensemos en
la maestría que en este terreno despliega F. Lang ya desde su primer film
hablado: M, el vampiro (1931).
A veces ignoramos
si el director buscaba explícitamente este efecto o es que el inconsciente lo
traicionó. Recordemos la última escena de Solas (Zambrano, 1998). La voz
en off de la protagonista nos informa de que tiene una relación amorosa con un
hombre de su edad pero la imagen nos la muestra con la niña en brazos y el
anciano protector a su lado. El mensaje que percibimos es que, para conseguir
un cierto equilibrio personal, ha optado por vivir como la Virgen María: con un
Niño y un venerable San José que dan sentido a su vida.
El
espectador emocionado
Como decía Bela
Balazs “Nada hay más subjetivo que el objetivo de la cámara”, pero sentados
ante la pantalla tendemos a olvidarlo.
A ello contribuye el extraordinario poder emotivo que
tienen los relatos audiovisuales. Gracias a su capacidad para activar nuestra
proyección emocional y obturar nuestro distanciamiento racional, nos crean
lazos simbióticos y afectivos incluso con situaciones y personajes que
detestaríamos en la vida real.
Mensajes que nos
horripilarían si se formularan con palabras (la violación presentada como
anécdota divertida), pueden hacernos reír en el cine porque basan gran parte de
su eficacia en percepciones y mecanismos que burlan con suma facilidad los
filtros racionales.
Mirando la pantalla
lloramos a veces sin ningún fundamento lógico e incluso en contra de los
criterios que, sin embargo, aplicaríamos en la realidad porque el motor de la
emoción no reside en lo que se cuenta sino en cómo se muestra. Así, el
disgustillo amoroso de un adolescente tontito nos conmueve mientras la muerte
de una tribu de indios nos deja totalmente indiferentes. Y así, sean cuales
sean nuestras opiniones sobre el terrorismo etarra, en Días contados
(Uribe, 1994) nos quedamos impasibles ante el asesinato de un policía cometido
por el protagonista. Es más: éste no va a perder por ello ni un ápice de
nuestra simpatía mientras que el inspector nos resulta odioso desde que
aparece. Vamos, que disfrutaríamos mucho si el personaje de Carmelo Gómez
liquidara al de Karra Elejalde.
La imagen,
esa tirana
Ahora bien, la
imagen es una tirana. Deja muy poco margen de libertad al espectador. No se
puede comparar para nada con el amplio campo interpretativo que concede la
lengua, ni con la capacidad de abstracción de la palabra. Si digo parafraseando
a Mitry: “Todos los días, a la misma hora, la marquesa salía a pasear por el
parque”. Compruebo la imposibilidad traducir tal frase en imágenes. No veremos
jamás “una marquesa” ni “la marquesa”, veremos “la-marquesa-que-nos-muestra-la-imagen”,
“esa” y no otra. Y la veremos desde un cierto ángulo, a cierta
distancia, con una iluminación prefijada. Vestirá de una manera, tendrá unos
determinados rasgos y características: cara, pelo, gesto, edad, porte,
movimiento... Estará en un decorado definido, compuesto por una enorme cantidad
de variables que se nos dan ya elegidas, etc. etc. Veremos, pues, la marquesa
concreta que han fabricado para nosotros, espectadores, y la veremos en un
mundo estrictamente producido.
Las imágenes no
sugieren: enseñan, determinan, imponen.
Los dones de
la imagen
Claro que, como señala Perkins, en el cine "carecemos de poder
pero también carecemos de responsabilidad".
La realidad, por el contrario, siempre nos compromete y nos liga
aunque, en muchos aspectos, se escape por igual a nuestro control. Vivimos
inmersos en todo tipo de condicionantes, sometidos a azares y avatares que
pueden afectar nuestro destino. Soportamos la fragilidad de nuestra posición:
la debilidad de nuestro cuerpo, su carácter perecedero, la irreversibilidad de
la muerte y de ciertas pérdidas y rupturas, la impiedad del transcurso del
tiempo, la falta de garantías sobre lo que durará nuestro paso y el de las
personas que amamos...
Sólo la ficción nos permite liberarnos de esas y otras servidumbres.
Y, en consecuencia, nuestras historias preferidas son aquellas que entretejen
nuestros miedos y deseos más antiguos y profundos con sus luces y sombras
¿Quién quiere resignarse a olvidar sus fantasías, sus sueños y sus
frustraciones?
El espectador no conoce limitaciones físicas, sociales, históricas,
económicas, etc. Frecuenta los ambientes más exquisitos y los más horrendos.
Viaja tanto por profundas simas marinas como por el hiperespacio. Experimenta
sin duelos ni remordimientos las pasiones más encontradas y prohibidas.
Comparte el placer del sádico y el terror de su víctima. Se coloca entre dos
amantes para recibir en primicia sus amorosas miradas... ¿Qué otros rostros
hemos podido mirar con tanta intensidad y proximidad? Sólo el de nuestra madre
cuando éramos bebés y el de nuestros amantes.
El espectador está en todas partes: pasa del desierto a la selva en un
segundo y sin esfuerzo. Ve la progresión del fuego en el noveno piso mientras
participa de los intentos del protagonista por salvar a la chica en el ático
(¡ah las torpes mujeres del cine!) y, por supuesto, sin quemarse...
Puede “vivir” todo tipo de aventuras sin riesgo físico ni compromiso
moral, sin miedo a sí mismo ni a las convenciones sociales.
Sentado en la butaca se desquita de su mediocre y sin embargo compleja
realidad. Esa que tampoco controla. Esa donde no hay un reparto de papeles
claro, limitado y bien definido. Esa donde los otros tienen vida propia y rara
vez aparecen y se mueven en función de las necesidades de “su” guión. No, no
hay manera de categorizar adecuadamente la realidad. No es posible darle un
cierre que nos satisfaga. No podemos estar seguros de que lo que percibimos es
lo que de verdad pasa... No ocupamos, como en el cine, el centro de un mundo
construido para nuestra mirada.
¿Podemos los humanos vivir sin relatos hechos a la medida de nuestros
sueños que remedien esa carencia espantosa de trama principal en torno a la
cual se ordenan y articulan los acontecimientos?
Pero hay mucho más: ¿Podemos los humanos entender la realidad sin
relatos que nos ofrezcan modelos interpretativos? ¿Cómo, sin ellos, convertir
nuestras percepciones en estructuras temporales y causales? ¿Cómo, sin ellos,
aprender a conocer los límites y a saltárselos? ¿Cómo agrandar nuestra pobre
experiencia directa?
Los relatos en general, las ficciones en particular y sobre todas las
demás –al menos hoy por hoy y para la mayoría de nosotros- aquellas que se nos
ofrecen en imágenes son esenciales para el ser humano.
Las ficciones audiovisuales se basan en nuestra pobre concreción
experimental pero rompen sus estrechos límites y así enriquecen nuestras
percepciones del mundo. Las imágenes pueden embrutecernos pero también pueden
convertirnos en seres más inteligentes.
Como la vida misma, pero de
cine...
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