miércoles, 19 de diciembre de 2012

LOS ESPECTADORES: ESOS SERES INGENUOS Y APASIONADOS


Artículo de  2001. Publicado en  Academia, nº 29, págs. 27-31

Kafka decía que las imágenes le disgustaban porque le impedían ver. Kafka era un hombre raro, inteligente pero raro. Al común de los humanos, lejos de disgustarnos, las imágenes nos apasionan. Tanto que actualmente constituyen nuestra primera fuente de información, de ocio, de aturdimiento, de emociones... Tanto que no nos importa si tal sobreabundancia ciega nuestros ojos... Tanto que miramos incluso las que carecen de interés (¡lo que nos cuesta apartar la vista del televisor del bar donde estamos charlando con alguien aunque lo que emite sean tontadas!...)

Puede que efectivamente tengamos cinco sentidos pero, para la mayoría de nosotros, la vista se impone a los demás.
Y por eso nos resulta tan difícil poner en entredicho lo que se nos cuenta con imágenes.



Evoquemos cualquiera de las muchas películas fantasiosas que vemos, Gladiator, (R. Scott, 2000) sin ir más lejos. Recordemos que el protagonista cae en desgracia con el nuevo Emperador y éste manda asesinarlo. Aunque herido, consigue escapar y llegar a los alrededores de Mérida. Imaginemos por un momento que alguien nos narra oralmente esa huida. No sé qué conocimientos sobre la geografía de esta parte del mundo pueden tener, por ejemplo, los americanos o los asiáticos. Pero sé que a un oyente europeo medio le explicas que para ir desde Alemania a España tienes que pasar por el desierto y da un respingo. Máxime si oye que tan fantasioso viaje a lomos de caballo dura tres o cuatro días aproximadamente puesto que al protagonista le da tiempo incluso a volver a África antes de que, o bien se le cure la herida que recibió al escapar, o bien pierda el brazo a consecuencia de ella.
Alguien que narre oralmente o por escrito tal periplo no puede permitirse licencias semejantes si tiene la pretensión de construir un relato de corte verídico/realista (como es el caso de la película). Debería, por el contrario, situarlo clara y explícitamente en el terreno de la fantasía haciendo intervenir magos, alfombras, caballos voladores o similares artilugios... Pero, en el cine, la instancia narradora construye situaciones como ésta de Gladiator –y otras mucho más descabelladas e inverosímiles aún- sin que el espectador las registre como tales.
Así, vemos en película tras película que basta con una rauda penetración sin más preámbulos para que tanto él como ella alcancen el orgasmo al unísono y a una velocidad de vértigo.
Ahora bien, si después de ver El Cid (Mann, 1960), alguien cree conocer la Edad Media española, tampoco resulta una catástrofe. Pero, si al llegar a una primera relación sexual, los y las jóvenes consideran que las muchísimas escenas que han visto en el cine y la televisión reflejan la realidad, el asunto es mucho más grave y puede hacerles sufrir traumas considerables...

El espectador obnubilado

Es muy difícil para el espectador “despegarse” de las imágenes en movimiento para conseguir una mirada distanciada y juiciosa.
Comparemos la verosimilitud de Pretty Woman (Marshall, 1991) con la del cuento de Cenicienta. Lo del hada madrina, la calabaza transformada en carroza y el zapato salvador no es mucho menos probable que la existencia de una prostituta de acera tan pura y virginal, tan ingenua colegiala, tan poco manchada por la vida, tan preocupada por la higiene dental, a la que le baste pasar por una peluquería y una boutique para transformarse en elegante dama. Y que, además, encuentra a un apuesto súper millonario, asediado por todas las mujeres, inteligente, respetuoso, de intensa vida cultural (recordemos que no desdeña viajar de Hollywood a Nueva York para asistir a la ópera) y dispuesto a casarse...
Pero la diferencia abismal entre los dos relatos es que, a partir de los cuatro años, nadie piensa que la Cenicienta sea una historia posible en la vida real... 

El espectador crédulo
La cosa se agrava sabiendo que los humanos concedemos mayor credibilidad a lo que percibimos con la vista que a lo que percibimos por cualquier otro sentido. Ante todo confiamos en ella. Si en una película recibimos dos mensajes opuestos, uno oral, otro visual, daremos por bueno éste frente a aquel. Creeremos lo vemos y no lo que oímos aunque ambos sean igualmente construcciones. Para los espectadores la discordancia entre imagen y palabra siempre se resuelve de la misma manera: la imagen se impone a la palabra. Los buenos directores han aprovechado tal cosa para lanzar mortíferas cargas de profundidad. Pensemos en la maestría que en este terreno despliega F. Lang ya desde su primer film hablado: M, el vampiro (1931). 
A veces ignoramos si el director buscaba explícitamente este efecto o es que el inconsciente lo traicionó. Recordemos la última escena de Solas (Zambrano, 1998). La voz en off de la protagonista nos informa de que tiene una relación amorosa con un hombre de su edad pero la imagen nos la muestra con la niña en brazos y el anciano protector a su lado. El mensaje que percibimos es que, para conseguir un cierto equilibrio personal, ha optado por vivir como la Virgen María: con un Niño y un venerable San José que dan sentido a su vida.

El espectador emocionado
Como decía Bela Balazs “Nada hay más subjetivo que el objetivo de la cámara”, pero sentados ante la pantalla tendemos a olvidarlo.
A ello contribuye el extraordinario poder emotivo que tienen los relatos audiovisuales. Gracias a su capacidad para activar nuestra proyección emocional y obturar nuestro distanciamiento racional, nos crean lazos simbióticos y afectivos incluso con situaciones y personajes que detestaríamos en la vida real.
Mensajes que nos horripilarían si se formularan con palabras (la violación presentada como anécdota divertida), pueden hacernos reír en el cine porque basan gran parte de su eficacia en percepciones y mecanismos que burlan con suma facilidad los filtros racionales.
Mirando la pantalla lloramos a veces sin ningún fundamento lógico e incluso en contra de los criterios que, sin embargo, aplicaríamos en la realidad porque el motor de la emoción no reside en lo que se cuenta sino en cómo se muestra. Así, el disgustillo amoroso de un adolescente tontito nos conmueve mientras la muerte de una tribu de indios nos deja totalmente indiferentes. Y así, sean cuales sean nuestras opiniones sobre el terrorismo etarra, en Días contados (Uribe, 1994) nos quedamos impasibles ante el asesinato de un policía cometido por el protagonista. Es más: éste no va a perder por ello ni un ápice de nuestra simpatía mientras que el inspector nos resulta odioso desde que aparece. Vamos, que disfrutaríamos mucho si el personaje de Carmelo Gómez liquidara al de Karra Elejalde.

La imagen, esa tirana
Ahora bien, la imagen es una tirana. Deja muy poco margen de libertad al espectador. No se puede comparar para nada con el amplio campo interpretativo que concede la lengua, ni con la capacidad de abstracción de la palabra. Si digo parafraseando a Mitry: “Todos los días, a la misma hora, la marquesa salía a pasear por el parque”. Compruebo la imposibilidad traducir tal frase en imágenes. No veremos jamás “una marquesa” ni “la marquesa”, veremos “la-marquesa-que-nos-muestra-la-imagen”, “esa” y no otra. Y la veremos desde un cierto ángulo, a cierta distancia, con una iluminación prefijada. Vestirá de una manera, tendrá unos determinados rasgos y características: cara, pelo, gesto, edad, porte, movimiento... Estará en un decorado definido, compuesto por una enorme cantidad de variables que se nos dan ya elegidas, etc. etc. Veremos, pues, la marquesa concreta que han fabricado para nosotros, espectadores, y la veremos en un mundo estrictamente producido.
Las imágenes no sugieren: enseñan, determinan, imponen.

Los dones de la imagen
Claro que, como señala Perkins, en el cine "carecemos de poder pero también carecemos de responsabilidad".
La realidad, por el contrario, siempre nos compromete y nos liga aunque, en muchos aspectos, se escape por igual a nuestro control. Vivimos inmersos en todo tipo de condicionantes, sometidos a azares y avatares que pueden afectar nuestro destino. Soportamos la fragilidad de nuestra posición: la debilidad de nuestro cuerpo, su carácter perecedero, la irreversibilidad de la muerte y de ciertas pérdidas y rupturas, la impiedad del transcurso del tiempo, la falta de garantías sobre lo que durará nuestro paso y el de las personas que amamos...
Sólo la ficción nos permite liberarnos de esas y otras servidumbres. Y, en consecuencia, nuestras historias preferidas son aquellas que entretejen nuestros miedos y deseos más antiguos y profundos con sus luces y sombras ¿Quién quiere resignarse a olvidar sus fantasías, sus sueños y sus frustraciones?
El espectador no conoce limitaciones físicas, sociales, históricas, económicas, etc. Frecuenta los ambientes más exquisitos y los más horrendos. Viaja tanto por profundas simas marinas como por el hiperespacio. Experimenta sin duelos ni remordimientos las pasiones más encontradas y prohibidas. Comparte el placer del sádico y el terror de su víctima. Se coloca entre dos amantes para recibir en primicia sus amorosas miradas... ¿Qué otros rostros hemos podido mirar con tanta intensidad y proximidad? Sólo el de nuestra madre cuando éramos bebés y el de nuestros amantes.
El espectador está en todas partes: pasa del desierto a la selva en un segundo y sin esfuerzo. Ve la progresión del fuego en el noveno piso mientras participa de los intentos del protagonista por salvar a la chica en el ático (¡ah las torpes mujeres del cine!) y, por supuesto, sin quemarse...
Puede “vivir” todo tipo de aventuras sin riesgo físico ni compromiso moral, sin miedo a sí mismo ni a las convenciones sociales.

Sentado en la butaca se desquita de su mediocre y sin embargo compleja realidad. Esa que tampoco controla. Esa donde no hay un reparto de papeles claro, limitado y bien definido. Esa donde los otros tienen vida propia y rara vez aparecen y se mueven en función de las necesidades de “su” guión. No, no hay manera de categorizar adecuadamente la realidad. No es posible darle un cierre que nos satisfaga. No podemos estar seguros de que lo que percibimos es lo que de verdad pasa... No ocupamos, como en el cine, el centro de un mundo construido para nuestra mirada.
¿Podemos los humanos vivir sin relatos hechos a la medida de nuestros sueños que remedien esa carencia espantosa de trama principal en torno a la cual se ordenan y articulan los acontecimientos?

Pero hay mucho más: ¿Podemos los humanos entender la realidad sin relatos que nos ofrezcan modelos interpretativos? ¿Cómo, sin ellos, convertir nuestras percepciones en estructuras temporales y causales? ¿Cómo, sin ellos, aprender a conocer los límites y a saltárselos? ¿Cómo agrandar nuestra pobre experiencia directa?
Los relatos en general, las ficciones en particular y sobre todas las demás –al menos hoy por hoy y para la mayoría de nosotros- aquellas que se nos ofrecen en imágenes son esenciales para el ser humano.
Las ficciones audiovisuales se basan en nuestra pobre concreción experimental pero rompen sus estrechos límites y así enriquecen nuestras percepciones del mundo. Las imágenes pueden embrutecernos pero también pueden convertirnos en seres más inteligentes.
Como la vida misma,  pero de cine...


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