Allen tiene fama de ser hombre de ideas. Incluso
-todo hay que decirlo- de ideas bastante fijas. La que sin duda alguna le
obsesiona, la que él plasma una y otra vez de manera recurrente en casi todas
sus películas, se resume así: “Soy
neurótico pero hay que ver cuánto me intereso a mí mismo y cuánto sé enternecer
a los demás”.
Para desarrollar semejante mensaje W. Allen apela a
un impresionante coro de mujeres que insistentemente así lo confirman ya sea
por contraste o por adhesión.
En consecuencia los personajes femeninos se
reparten, grosso modo, en dos bloques: las desagradables y las agradables. La
condición de agradables la adquieren dándole gusto y placer al personaje
masculino. Y la de desagradables dándole disgustos, guerra,
incordios, gritos…
Las agradables se subdividen a su vez en dos
categorías: las prostitutas y las enamoradas. Tienen en común varias virtudes:
no son neuróticas, sólo existen en función del bienestar masculino, hacen lo
que éste les manda, adaptándose a sus deseos y manías, no le piden nada que él
no quiera darles, se muestran cariñosas y comprensivas…
Las prostitutas tienen, sin embargo, ciertas
insuperables ventajas: no reclaman ningún tipo de conversación, sólo dinero.
Van directas al grano (es decir, a los genitales masculinos) sin necesidad de preámbulos y de otras
pérdidas de tiempo melosas y absurdas. Porque, al revés de lo que suele ocurrir
con las demás mujeres, no plantean
problemáticas. Ello implica, por
supuesto -y siguiendo las teorías más ortodoxas y clásicas del discurso viril-
que son putas porque no quieren ser camareras.
Su “oficio” no conlleva, pues, una especial degradación personal. Ya se sabe: el cuerpo es una mercancía como
otra cualquiera. Venderlo no supone ninguna
auto desvalorización, ninguna humillación, ninguna desestructuración
íntima. Vamos, que no hay por qué vivir mal eso de andar haciendo felaciones al
que lo pida. Y, con suerte, hasta les puede pasar como a Julia Roberts en Pretty woman y ¡ala! de la acera al jet
privado.
Me duele que las prostitutas que conozco, tan
destrozadas por dentro y por fuera, no hayan captado aún este mensaje de
Hollywood…
La otra variante de mujer positiva es la joven
enamorada. Cae rendida ante el atractivo
intelectual del personaje masculino y sólo lo abandona cuando encuentra otro
hombre al que admirar y, además -¡oh,
suprema felicidad- amar sin cortapisas.
El traspaso de la chica provoca el sufrimiento de Harry convirtiéndolo
así en un ser más tierno e interesante (si cabe) y, de paso, ameniza el film
con una gota de sentimiento contrariado. Que siempre queda bien.
De las mujeres insoportables mejor no hablar: son
castradoras, vengativas, arpías, violentas impositivas. Compárense sus neurosis
desagradables y agresivas con las enternecedoras, divertidas e inofensivas neurosis del personaje
masculino.
Pese al adoctrinamiento cerrilmente androcéntrico y
ególatra al que nos somete el film,
persisten algunas dudas y cuestiones.
Primera: ¿qué placer erótico obtiene una mujer
con el tipo de relaciones sexuales que
la película nos muestra? (esas de aquí te pillo, aquí te penetro y en treinta
segundos hemos acabado).
Segunda: ¿qué escándalo se provocaría si alguien
filmara cómo una colección de atractivos jóvenes caen rendidamente enamorados
de una mujer de sesenta y tres años (incluso aunque no pudiera ser tan fea como
W. Allen)?
Tercera: ¿puede hacerse una buena película con este
núcleo temático: “Soy neurótico pero encantador. Me gustan las mujeres aunque,
desgraciadamente, esta afición no está exenta de problemas”?
Esta última pregunta es puramente retórica. Yo, al
menos, tengo clara la respuesta: no. Entiéndase: puede haber excelentes filmes
que sean androcéntricos y machistas (de hecho el noventa por cien tanto de
buenos como de malos presenta algún ramalazo) pero si una película se articula
sólo en torno a tales supuestos ello la imposibilita para salir de la vulgaridad.
No digo que no pueda gustar más o menos. Digo que forzosamente -y como poco- es
una tontada. Pues como ya señaló Barthes: La mala imagen no es la imagen
malvada sino la imagen mediocre.
En efecto, cualquier obra de interés suscita un
cuestionamiento. Ofrece un saber complejo sobre la realidad. Nos hace transitar
por alguna arena movediza.
Y, por lo mismo, un machismo tan egocéntrico y
primario genera parálisis mental y conlleva, entre otras cosas, una visión
excesivamente simple y maniquea de lo que son tanto los hombres como las
mujeres hoy en día. Ello cercena e imposibilita la profundización o la
evolución del planteamiento. Es decir, imposibilita el relato. No existe
mutación ni viaje, no hay avance ni dinámica posibles. Las ideas y el
sentimiento están amordazados por unos prejuicios que encorsetan cualquier
investigación y cuestionamiento de lo que nos rodea.
La pretendida
“deconstrucción o destape” de Harry es simplemente un amontonamiento de
sketchs. Vistos los primeros minutos ya está todo visto. O dicho de oro modo:
se ve lo que se ve y se oye lo que se oye: ningún sentido nuevo emana de la
suma de las partes. Ocurre como con las películas de porrazos o de efectos
especiales. De ellas sólo cabe espera fuegos de artificio. Fuegos de artificio
verbales en el caso de Woody Allen y visuales en los filmes de Kung fu. Aunque, claro está, puesta a preferir, yo me
quedo con la palabra que es, sin comparación,
más humanizadora que los porrazos, las explosiones y las maquinarias
destructivas de cualquier tipo.
Además, justo es reconocerlo, no estamos ante un
basto paridor de bromas groseras firmadas en plano/contraplano/plano general
sino ante un buen director, culto y con oficio. En consecuencia, la película logra un tempo ágil, tiene
astucia, usa bien de la retórica cinematográfica y apela a claves psicológicas
interesantes. En fin, que entre W. Allen y Ozores hay innegables diferencias.
Pero Allen ha olvidado que ni la autocomplacencia ni
la cerrazón son inteligentes. En ese
sentido su ingenio sólo puede alumbrar “ingeniosidades” más o menos
entretenidas o irritantes (según el espectador) pero sin mayor interés.
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