miércoles, 19 de diciembre de 2012

Desmontando a Woody Allen

Publicado en 1998: Festa da Palabra, nº 14, págs. 121-123.


Allen tiene fama de ser hombre de ideas. Incluso -todo hay que decirlo- de ideas bastante fijas. La que sin duda alguna le obsesiona, la que él plasma una y otra vez de manera recurrente en casi todas sus películas,  se resume así: “Soy neurótico pero hay que ver cuánto me intereso a mí mismo y cuánto sé enternecer a los demás”. 
Tal predicado constituye, desde luego, el núcleo temático de su último film: Desmontando a Harry.


Para desarrollar semejante mensaje W. Allen apela a un impresionante coro de mujeres que insistentemente así lo confirman ya sea por contraste o por  adhesión.
En consecuencia los personajes femeninos se reparten, grosso modo, en dos bloques: las desagradables y las agradables. La condición de agradables la adquieren dándole gusto y placer al personaje masculino. Y la de desagradables dándole disgustos,  guerra,  incordios, gritos…

Las agradables se subdividen a su vez en dos categorías: las prostitutas y las enamoradas. Tienen en común varias virtudes: no son neuróticas, sólo existen en función del bienestar masculino, hacen lo que éste les manda, adaptándose a sus deseos y manías, no le piden nada que él no quiera darles, se muestran cariñosas y comprensivas…

Las prostitutas tienen, sin embargo, ciertas insuperables ventajas: no reclaman ningún tipo de conversación, sólo dinero. Van directas al grano (es decir, a los genitales masculinos)  sin necesidad de preámbulos y de otras pérdidas de tiempo melosas y absurdas. Porque, al revés de lo que suele ocurrir con las demás mujeres, no plantean  problemáticas.  Ello implica, por supuesto -y siguiendo las teorías más ortodoxas y clásicas del discurso viril- que son putas porque no quieren ser camareras.  Su “oficio” no conlleva, pues, una especial degradación personal.  Ya se sabe: el cuerpo es una mercancía como otra cualquiera. Venderlo no supone ninguna  auto desvalorización, ninguna humillación, ninguna desestructuración íntima. Vamos, que no hay por qué vivir mal eso de andar haciendo felaciones al que lo pida. Y, con suerte, hasta les puede pasar como a Julia Roberts en Pretty woman y ¡ala! de la acera al jet privado. 
Me duele que las prostitutas que conozco, tan destrozadas por dentro y por fuera, no hayan captado aún este mensaje de Hollywood…

La otra variante de mujer positiva es la joven enamorada.  Cae rendida ante el atractivo intelectual del personaje masculino y sólo lo abandona cuando encuentra otro hombre al que admirar  y, además -¡oh, suprema felicidad- amar sin cortapisas.  El traspaso de la chica provoca el sufrimiento de Harry convirtiéndolo así en un ser más tierno e interesante (si cabe) y, de paso, ameniza el film con una gota de sentimiento contrariado. Que siempre queda bien.

De las mujeres insoportables mejor no hablar: son castradoras, vengativas, arpías, violentas impositivas. Compárense sus neurosis desagradables y agresivas con las enternecedoras, divertidas  e inofensivas neurosis del personaje masculino.

Pese al adoctrinamiento cerrilmente androcéntrico y ególatra al que nos somete el film,  persisten algunas dudas y cuestiones.
Primera: ¿qué placer erótico obtiene una mujer con  el tipo de relaciones sexuales que la película nos muestra? (esas de aquí te pillo, aquí te penetro y en treinta segundos hemos acabado).
Segunda: ¿qué escándalo se provocaría si alguien filmara cómo una colección de atractivos jóvenes caen rendidamente enamorados de una mujer de sesenta y tres años (incluso aunque no pudiera ser tan fea como W. Allen)?
Tercera: ¿puede hacerse una buena película con este núcleo temático: “Soy neurótico pero encantador. Me gustan las mujeres aunque, desgraciadamente, esta afición no está exenta de problemas”?

Esta última pregunta es puramente retórica. Yo, al menos, tengo clara la respuesta: no. Entiéndase: puede haber excelentes filmes que sean androcéntricos y machistas (de hecho el noventa por cien tanto de buenos como de malos presenta algún ramalazo) pero si una película se articula sólo en torno a tales supuestos ello la imposibilita para salir de la vulgaridad. No digo que no pueda gustar más o menos. Digo que forzosamente -y como poco- es una tontada. Pues como ya señaló Barthes: La mala imagen no es la imagen malvada sino la imagen mediocre.
En efecto, cualquier obra de interés suscita un cuestionamiento. Ofrece un saber complejo sobre la realidad. Nos hace transitar por alguna arena movediza.
Y, por lo mismo, un machismo tan egocéntrico y primario genera parálisis mental y conlleva, entre otras cosas, una visión excesivamente simple y maniquea de lo que son tanto los hombres como las mujeres hoy en día. Ello cercena e imposibilita la profundización o la evolución del planteamiento. Es decir, imposibilita el relato. No existe mutación ni viaje, no hay avance ni dinámica posibles. Las ideas y el sentimiento están amordazados por unos prejuicios que encorsetan cualquier investigación y cuestionamiento de lo que nos rodea.
 La pretendida “deconstrucción o destape” de Harry es simplemente un amontonamiento de sketchs. Vistos los primeros minutos ya está todo visto. O dicho de oro modo: se ve lo que se ve y se oye lo que se oye: ningún sentido nuevo emana de la suma de las partes. Ocurre como con las películas de porrazos o de efectos especiales. De ellas sólo cabe espera fuegos de artificio. Fuegos de artificio verbales en el caso de Woody Allen y visuales en los filmes de Kung fu.  Aunque, claro está, puesta a preferir, yo me quedo con la palabra que es, sin comparación,  más humanizadora que los porrazos, las explosiones y las maquinarias destructivas de cualquier tipo.
Además, justo es reconocerlo, no estamos ante un basto paridor de bromas groseras firmadas en plano/contraplano/plano general sino ante un buen director, culto y con oficio. En consecuencia,  la película logra un tempo ágil, tiene astucia, usa bien de la retórica cinematográfica y apela a claves psicológicas interesantes. En fin, que entre W. Allen y Ozores hay innegables diferencias.

Pero Allen ha olvidado que ni la autocomplacencia ni la cerrazón  son inteligentes. En ese sentido su ingenio sólo puede alumbrar “ingeniosidades” más o menos entretenidas o irritantes (según el espectador) pero sin mayor interés.

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