No soy demasiado adicta al género biográfico en el cine.
A mí no me importa la vida de nadie a no ser que la forma y
el fondo con la que se narre sean interesantes. El interés reside, pues, en lo narrado,
no en saber que esta y aquella otra anécdota le sucedió a fulanito o menganita.
De modo que enterarme de que Lincoln tenía un niño que se
paseaba por la Casa Blanca y entraba en tromba al despacho del padre interrumpiendo
los más densos debates me deja totalmente indiferente. Y no digo ya ver a
Lincoln acostándose en la alfombra junto al susodicho hijo. Se supone que son
notas "humanas" que han de enternecerme pero que no me enternecen
nada sobre todo porque, concretamente esta película, Lincoln (Steven Spielberg, 2012) es plana, sosa, mediocre (a pesar
del dinero y de los actores), plasta, en una palabra. Parece un recetario de
cómo hacer cine como churros (sin atrevimiento, sin creatividad, sin
perversión, sin nervio): secuencia de tipo intimista, seguida de secuencia de
tipo político, secuencia "agitada", seguida de otra más tranquila, sangre
para las batallas (incluida la que chorrean la montonera de piernas y brazos
cortados), conflicto entre lo público y lo privado, corrupción y maniobras
políticas, necesarias por aquello de que el fin que justifica los medios, etc.
De las dos horas y media que dura, dos son inanes. Rescato
media hora. Pero lo que aprendo en esa media hora, podría aprenderlo mucho
mejor, con más comodidad y en menos tiempo, si lo leyera.
De modo que: abajo Lincoln y arriba el Don Fabrizio Salina (El Gatopardo, Visconti 1963). Con este
príncipe que nunca existió, aprendo mucho más sobre la realidad, la historia,
el pensamiento, las ambiciones, las transiciones, los miedos, la política, el
amor, la conveniencia y todo lo demás que humanamente me afecta e interesa.
No digo que sea imposible hacer buen cine a partir de una
biografía. Las hay: Dos hombres y un
destino (George Roy Hill, 1969); Ludwig
(Luchino Visconti, 1972); Lola Montès
(Max Ophüls, 1955); Molière (Ariane
Mnouchkine, 1978); ¡Viva Zapata! (Elia
Kazan, 1952) por citar unas cuantas muy diversas aunque todas tienen algo en
común: su primera preocupación no es la "fidelidad" a la vida del
personaje sino la intensidad narrativa de lo que cuentan.
Pero mi experiencia me dice que resulta difícil ante una biografía evitar el peligro de perderse en "anécdotas ilustrativas" y otras inanidades.
Pero mi experiencia me dice que resulta difícil ante una biografía evitar el peligro de perderse en "anécdotas ilustrativas" y otras inanidades.
Y, ojo, las biografías tienen además, un peligro añadido: aunque
el personaje "retratado" sea execrable y en apariencia -suele ser
solo en apariencia- se cuenten cosas horrendas sobre él, le tomas
"cariño", lo comprendes, creas lazos simbióticos.
Pensad en La
dama de Hierro (Phyllida Lloyd, 2011). Menudo panfletazo neoliberal. Hasta
sospecho que esté costeada por la trama financiera que mueve el mundo. Ahora
bien, habría que estudiar esta peli en las escuelas de cine para ilustrar cómo
se fabrica la manipulación emocional en el relato audiovisual.
Y sin
grandes sofisticaciones: con los elementos más básicos del lenguaje
cinematográfico. Por ejemplo con primeros planos repugnantes de sus oponentes.
De modo que no los podemos escuchar ni soportar. Da igual lo que digan, basta
con verlos, deformados en la enormidad de la pantalla, intentando comernos el
espacio vital. Sentimos visceralmente que nos ahogan, nos violan, nos asquean. Haga
lo que haga Thatcher, la preferimos.
Y qué
montaje fino: después de imágenes de violencia callejera, violencia de bombas
del IRA: todo en el mismo plano emocional. ¡Y, ala, a tragar! Y qué manera de
ocultar lo que no se quiere ni decir y de contar lo que se desea resaltar. Lo
de Las Malvinas es para nota: 300 marineros argentinos muertos, pero dicho así,
de pasada. Además, murieron porque ellos se lo habían buscado ¿cómo se les ocurre desafiar
a la Gran Bretaña. Y claro, esos 300 no tienen rostro, ni deseos, ni penas, ni
vida, ni amantes. Son solo sombras. Pero, por el contrario, vemos a Thatcher
escribiendo de su puño y letra -como madre que es- a las otras madres de los
heroicos muertos patrios…
El año
pasado escuché a Hanif Kureishiel, guionista de My beautiful laundrette (Stephen Frears, 1985) que nos contó cosas muy
interesantes y, de pasada, comentó que La dama de hierro le parecía una peli
para el museo de cera. Sí, en el mismo sentido que Lincoln es también una peli para el mueso de cera, pero, si solo fueran eso... Y no. No debemos olvidarpeligro que encierra. No que el cine pueda obnubilarnos
totalmente pero aún no se ha inventado nada que equipare su poder para
engatusarnos.
Ahí nos
quedamos enternecidos viendo El discurso
del rey (Tom Hooper, 2010) y ahí nos tragamos Invictus (Clint Eastwood, 2009) sin reparar en que es de una
extrema bobería pensar que la unidad de un país corroído por años de racismo
salvaje se consigue gracias a un campeonato. Y más aún, sin reparar en que la
mitad de la población de Sudáfrica son mujeres, mujeres que, por supuesto, Eastwood borra del
plano significativo. Hemos de suponer que si sus respectivos señores se aman y
enternecen unos con otros, ellas, blancas o negras, los seguirán en su
conversión.
Y toda esta
larga perorata sobre biopic para deciros que vi Hannah Arendt (Margarethe Von Trotta, 2013). Me interesó mucho más
que Lincoln aunque tampoco termina de
ser una gran película. Creo que no aprendí nada nuevo. Solo las imágenes de
archivo sobre el juicio de Eichmann me hicieron pensar. O sea que, en este caso,
la realidad supera a la ficción porque la realidad solo puede ser superada por
una ficción que interpele de verdad nuestra vida. Los demás son insustanciales
pasatiempos y para ello yo no necesito ir al cine.
En fin, un cine que es
todo lo contrario de, por ejemplo, “El topo”, por enlazar con lo que intentaba
yo decir el otro día sobre la inanidad de esa peli.
No hay comentarios:
Publicar un comentario