Creer en el cine o mirarse el ombligo
Como sabemos, el lenguaje audiovisual es poderosísimo. Lo que confiere a sus relatos esa misma virtualidad. Una ficción o un documental pueden afectar y conformar profundamente (y sin que ni siquiera seamos conscientes de ello) nuestro imaginario, nuestros mapas afectivos y emocionales, nuestra manera de ver e interpretar el mundo y, por consiguiente, de estar en él.
El relato audiovisual puede servirnos como explorador que agranda nuestra inteligencia o, por el contrario, como obturador de la misma. Puede servir para hacernos olvidar. El olvido -momentáneo o perenne- también nos es necesario, o puede servir para lo opuesto, para hacernos revivir y actualizar aquello que quizá sabemos pero que hemos convertido ya en dato acartonado, desecado, neutralizado.
Y todas estas posibilidades transitan
arropadas en las más diversas modalidades: dramas, melodramas, comedias, films,
series, videojuegos, videoclips…
Pienso esto a propósito de cuatro films
recientes cuyas propuestas narrativas abordan realidades sociales duras: Joker, Los miserables, Vitalina Varela y La hija de un ladrón.
Resultaría sumamente ilustrativo e
interesante hacer una comparación detallada de los cuatro, pero tal empresa
requería mucho más espacio del que dispongo aquí. Me limito, pues, a unas
breves anotaciones.
Los miserables presenta, como Joker (del que ya escribí un artículo aquí
mismo) una realidad atroz y señala, como único escape y única respuesta, el estallido
de violencia anómica y “popular”. La violencia que mostraba Joker fue muy comentada. Se hicieron tantos
aspavientos que yo sospecho si no habría detrás algún interés propagandístico
(¿o soy demasiado mal pensada?). Lo digo porque resulta curioso que un film
como Los miserables, más brutal, más
realista y, por lo mismo, mucho más hiriente, no despierte tanta glosa.
Puede que, debido quizá a su dureza,
intentemos “pasar de puntillas”. O, dicho de otra manera: nos resulta más fácil
ver la “locura del mundo” si viene acompañada de alguna dosis de irrealidad y
presentada con distorsión “artística”. Es lo que hace Joker.
Los miserables no nos permiten ese
distanciamiento porque el contexto está mirado de manera frontal y con mayor
crudeza.
Si bien en ambos films los amotinados
carecen de objetivos políticos explícitos, en el film de Lajd Ly, los jóvenes
no son simplemente alborotadores: se coaligan, hacen un trabajo muy complejo de
coordinación y preparación que requiere un pacto grupal fuerte. Pacto que no
solo clama venganza, sino que se rebela y ataca el estatus quo que tienen, a su
vez, los grupos de poder, tanto estatales como locales.
Además, en Los miserables no estamos ante una masa anónima pues, aunque
también oculten sus rostros, no lo hacen mediante una careta uniforme sino
conservando su individualidad.
Por estas y otras razones, este último
film construye una mirada mucho más política, aunque tampoco apunte a ninguna
alternativa.
De las cuatro películas, Vitalina Varela de Pedro Costa, es, sin
duda, la más vacua y también, hasta ahora, la más premiada (¡qué curioso…!).
El film consiste en una serie de
"cuadros" con luz, decorados y encuadres sabiamente trabajados a fin
de conseguir en cada uno un impacto visual. Y lo logra, cierto.
Pedro Costa filma un mundo sumido en una
noche eterna donde solo son “exterior día" las escenas que transcurren en Cabo
Verde o en el cementerio ¿Quiere decirnos que únicamente la naturaleza
originaria o la muerte vencen las tinieblas? ¿quiere decirnos que aquí no
existe rebelión posible porque “el reino de la luz no es de este mundo”?
Pues no me andaré con rodeos, sino que
expresaré directamente mi opinión: si tuviera que subtitularla, le pondría:
"De cómo estilizar y embellecer la miseria más negra" (negra en
sentido literal y metafórico). Esta recreación en lo sórdido, esta utilización
decorativa y ornamental del infortunio me repugna, me parece indecente.
Tanto, que me digo: Costa y todos los
jurados que se embelesan ante su film deberían vivir una semanita en esos
cuchitriles. Seguro que desaparecían sus ganas de regodeo estético.
Así como los personajes de Vitalina Varela están varados, estáticos
y como pasmados, los de La hija de un
ladrón -y sobre todo su protagonista- están en continuo movimiento, en una
perpetua lucha por la vida.
De hecho, esta última película es la
antítesis de Vitalina Varela.
En efecto, el film de Belén Funes carece totalmente de complacencia contemplativa, de impostación.
Transcurre, como los otros tres, en
barrios periféricos. Sus personajes viven en la precariedad laboral y
económica.
Pero el film no los mira con
paternalismo, ni tremendismo, ni victimismo. Y conseguir esa mirada de
equilibrio entre respeto y realismo no es nada fácil.
Siguiendo a su joven protagonista, la
cámara despierta nuestro interés desde el primer momento y logra mantenerlo
hasta el final.
Rezuma verdad en cada plano. Crees la
historia que nos cuenta, te crees a Sara, te conmueve su fuerza (tan frágil) y
su tenacidad.
Pero el film consigue todo esto sin
apelar a efectismos, alharacas y trucos facilones, esos que el lenguaje
audiovisual puede emplear (y a menudo emplea) para manipular sin tasa nuestras
emociones.
Es una propuesta muy fina y, además, muy
rica. La directora no da puntadas sin hilo y cuida los detalles de cada plano a
fin de cargarlos de contenidos múltiples y sutiles, no esteticistas sino significativos.
Así y sin desvelar la trama, apelo a que
los y las espectadoras observen la relación que se muestra entre
alimentos-padre-hija. Cada vez que ambos se encuentran, algo se negocia a
través de la comida: dar o quitar, reclamar, pactar, conservar esperanzas o
perderlas del todo (como en la escena final entre los dos, justamente la única
donde no hay comida).
Habría mucho más que comentar, pero creo
que es mejor resumir en un consejo: id a ver La hija de un ladrón y deteneos, después, en hacer un buen
lavadero.
Gracias por tus comentarios. Me ayudan un montón a tener una mirada crítica y feminista.
ResponderEliminar