En el
número de Junio señalé como la inmensa mayoría de las películas europeas y
norteamericanas incluyen escenas de sexo, vengan o no a cuento. Se supone que
son un “gancho” adicional, una baza que se debe añadir a cualquier historia, un
procedimiento para atraer espectadores.
Convengamos
en que, efectivamente, estas escenas resultan un “plus” para algunos
aunque no sabemos cuántos (suponemos que
depende pues ni se busca ni se espera lo mismo en una película de Icíar Bollaín
que en una de Bigas Luna).
Es,
desde luego, evidente que el cine actual contiene muchas escenas de relaciones
sexuales y que las muestra de manera bastante explícita. Si “Gilda” se rodara hoy se sustituiría la
famosa escena del guante y los dos besos por varios planos de desnudo integral
de ella (de frente y de espaldas, en horizontal y en vertical) y varias escenas
de cama (es decir, de coito) donde los dos alcanzarían un rápido, jadeante y
sudoroso orgasmo al unísono.
En
cualquier caso, lo que de verdad pasma no es tanto la abundancia de sexo como
el hecho de que éste quede reducido a un limitado asunto genital. Pasma que la
mayoría de las películas actuales evacuen la sensualidad, constriñan tan
pobremente el placer erótico, olviden la delectación en el deseo, desdeñen
otras posibilidades hedonistas y hagan, pues, una representación monocorde y
sesgada. En efecto“van directas al grano” como diría quien considere que “el
grano” es la penetración y que todo lo demás son pérdidas de tiempo o
engorrosos preámbulos.
Probablemente
la penetración sea el modo más frecuente
mediante el cual los hombres alcanzan el orgasmo. Probablemente a muchas
mujeres les resulta muy erótico ser penetradas. Puede que, para ambos, la
penetración esté cargada de gran
intensidad emocional provocada por esa fusión corporal tan íntima. Puede
incluso que para algunas mujeres sea también su opción preferida para llegar al
orgasmo... Pero de ahí a considerar que para nosotras la vagina sea una fuente
de placer equivalente al pene hay un trecho que sólo negando la evidencia, la
anatomía y la sexualidad femenina se puede recorrer.
¿Cómo
se explica, pues, que las representaciones sean tan persistentes, monolíticas e
irreales? Si los directores sólo entienden y explican la sexualidad en función
del coito ¿es porque son disciplinados católicos que inexorablemente tienen que
ligarla a la procreación? Cuesta creerlo. También cuesta creer que sean todos
vírgenes y que, al carecer de experiencia sexual propia, no le quede más
remedio que repetir clichés.
Ahora
bien, como señala J. A. Nieto, hacer del coito “la primera y/o única vía de la
sexualidad es hacer del coito una religión”. Y, en efecto, es una religión que nos
viene impuesta por el patriarcado. De modo que las escenas se sexo son, en la
mayoría de los casos, el equivalente de los sermones o, usando un lenguaje más
moderno, una especie de spots publicitarios. La forma puede ser más o menos
moderna según el público al que se dirijan (igual que ocurre con los anuncios
de la T.V.) pero el fondo se atiene a la ortodoxia. No deben hacer propuestas
innovadoras y/o liberadoras. Su objetivo no es indagar en cómo son las cosas o
cómo podrían ser sino en hacer publicidad de cómo deben ser.
Y eso
es lo preocupante del asunto: ese persistente y eficaz adoctrinamiento por la
imagen que padecemos. Porque nadie es virgen en su primera relación. En el
mundo actual todo el mundo llega con un impresionante archivo de imágenes. Hay
muchas probabilidades de que, al ser contrastado con la realidad, cause
angustia, desconcierto y neuras variadas. Si la penetración no provoca
inmediatamente el éxtasis de ella, si ambos no alcanzan el orgasmo al unísono y
en un par de minutos, es decir, si falla la “varita mágica” que ha de enviarlos
instantáneamente a los dos al séptimo cielo ¿pensará él que no sabe manejarla,
que es un inútil, que “la tiene pequeña”? ¿pensará ella que es una rara, una
anormal, “una antigua”?
No se puede negar los avances que las
mujeres hemos logrado en pocos años pero, la verdad, se cae el alma a los pies
cuando se comprueba lo que queda por recorrer.
Pensemos en Lucía y el sexo que es una película actual, de un director joven y
que está teniendo un considerable éxito de taquilla.
La verdad es que no sabemos porqué se
llama “Lucía y el sexo”. Más exacto
sería “El joven creador neurótico pero irresistible y su colección de rendidas
admiradoras”.
O si ese título parece largo, propongo
este otro: “Qué estupendo soy”.
Y es que muchos hombres suelen estar tan
convencidos de ello que no necesitan apelar a nada (encanto, belleza, atractivo
de cualquier tipo) para justificar que todas las mujeres que se crucen en su
camino se queden colgadas y deseen a toda costa, si no un hijo, al menos un
polvo.
Si nos fijamos en la representación de
las relaciones sexuales que hace esta película, observamos alguna novedad: se
ve un pene en erección, antes de la penetración juguetean (más vale eso que
nada, por supuesto) y una vez follan en el mar.
Si nos fijamos en el papel de los
personajes en el cortejo erótico-amoroso, tampoco se atiene al más clásico (que
es el de “él la pretende y ella se deja pretender”). Desde hace unos años ya
encontramos otra variante: él no hace nada y son ellas las que le corren
detrás.
¿No queríamos las chicas salir de la
pasividad? Pues, ea. Y ellos encantados porque ni siquiera han de esforzarse por
agradar, gustar o conquistar. En el esquema tradicional la actriz tenía que ser
guapetona para que el protagonista masculino la eligiera. Pero a la inversa no
es necesario. Bueno, eso siempre fue así, basta pensar en Fernando Fernán Gómez,
en José Sacristán, en el mismísimo Woody Allen o, recientemente, en Gabino
Diego o Coque Malla: las mujeres más espectaculares se rinden ante sus encantos
(¿?). En algunos casos ellos se lo “curran”: son feos pero inteligentes,
graciosos, astutos. En otros ni siquiera es necesario.
En esta película se supone que Lucía se
enamora porque Lorenzo le parece un escritor genial (cosa difícil de creer para
los espectadores a tenor de los párrafos de sus novelas que se oyen). Elena se
cuelga porque dice que con él ha echado el polvo de su vida (creámosla). Lo de
Belén ni siquiera tiene justificación. Pero el resumen está claro: “No hay
mujer que se cruce en mi camino que no me pretenda y no necesito ni molestarme”.
Ninguna directora rodaría un film
equivalente sólo que invirtiendo los papeles. Para empezar, un personaje de
chica que arrasara tendría que estar encarnado por una actriz bella y maciza. Y,
aún así, para que todos los personajes masculinos se enamoraran de ella, no
podría ser una neurótica egoísta. Sería impensable la última aparición en medio
del coro babeante e incondicional. Pero, claro, es que para hacer esas
propuestas hay que tener un ego de ese calibre.
Publicado en 2001, Andra nº 10, pág.
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