Este artículo se publicó
en 1998, en Leviatán, nº 73, págs.
53-66, cuando Amelia Valcárcel dirigía la revista.
Es curioso observar como, actualmente, el debate sobre la televisión ha decaído. ¿Es porque nos hemos resignado y hemos dado la causa por perdida? ¿Es porque estamos más acaraparad@s por la discusión en torno a otras tecnologías?
Sin embargo, la audiencia no disminuye, ni las horas que le consagramos. Y, ojo, cualquier día de estos, privatizarán todas las cadenas.
Aunque ciertos aspectos de este artículo hayan envejecido, lo cuelgo porque creo que la reflexión sigue teniendo puntos de actualidad.
Hemos de reconocer que, sin la
TV, la inmensa mayoría de los habitantes de este país no sabríamos como son los
atolones del Pacífico (por mencionar un detalle pequeño y concreto de lo mucho
que podemos ver en su pantalla). Pero, por otra parte, también achacamos a este
medio numerosas lacras. Le imputamos múltiples efectos negativos sobre nosotros
-como individuos y como colectividad-. Y, llevados por el furor, hacemos
condenas que contradicen incluso los datos empíricos. Así, por ejemplo, no es
verdad que empobrezca el vocabulario de quienes la contemplan. Tampoco impide
leer a los que, en ningún caso, habrían leído, ni a los que, de todas formas,
leen. Esto es tan obvio que parece estúpido decirlo. Y si, a pesar de todo,
ignoramos lo evidente es porque nos conviene. En efecto, al achacarle a la
televisión males sin cuento -e incluso sin fundamento-, exorcizamos de manera
fácil nuestros demonios, hacemos de ella un chivo expiatorio que carga con las
mediocridades y los pozos negros sociales e individuales que tanto nos
desazonan. La desazón es un buen síntoma -pues lo catastrófico sería que nada nos
reconcomiese- pero esa focalización simplificadora sobre el origen de nuestras
limitaciones es negativa porque impide ahondar en el análisis, repartir
responsabilidades y exigir soluciones. Soluciones reales, se entiende, pues
querer liquidar la TV o pedirle a la gente que no la vea, son sólo infantiles
pataletas.
Y es que muchas polémicas y
discursos sobre la televisión manifiestan un alto grado de irracionalidad y se
basan, además, en generalizaciones excesivas (Juan Cueto se lamentaba de ello
en El País del 20-12-97) que
inevitablemente llevan a simplificaciones abusivas. Así, aunque el libro se ha
ganado su prestigio merecidamente ¿hemos de olvidar por ello que no toda la
letra impresa es sublime ni todas las imágenes deleznables? Durante años, mi
padre, utilizó las novelas de Marcial Lafuente Estefanía como goma de borrar
(de borrar su entorno, se entiende). Luego descubrió la televisión. ¿Quién se
atreve a considerarlo un retroceso cultural?
La TV enseña bastante y distrae
a muchos aunque, según las estadísticas, cada vez satisface a menos. No debe
asombrarnos, sin embargo, que cause múltiples polémicas y sea crisol de
constantes conflictos. Como ya señalamos, más terrible resultaría que, a fuerza
de rebozar y envolver nuestra vida hasta el punto en que lo hace, llegásemos a
perder la perspectiva sobre este medio y nos instalásemos en su realidad sin
cuestionarla.
Atractivos
El primer factor relacionado con
la televisión y que debe seguir despertando nuestra perplejidad es la cantidad
de horas que, por término medio, le consagramos. Más tiempo que a cualquier
otra actividad no obligatoria.
Desde luego esta dedicación no
se explica sólo por sus encantos sino también por la falta de atractivo de
otras opciones, por la escasez de ofertas alternativas y la dificultad o
imposibilidad de acceder a ellas. Nuestra vida personal y colectiva está
organizada de tal forma y tiene tales condicionantes que resulta ridículo
comparar la facilidad de acceso a las imágenes televisivas con las dificultades
que presenta casi cualquier otra posibilidad lúdica, recreativa, social:
jardinería, deporte, relaciones sexuales, charla amistosa, pintura, aprendizaje
de cualquier saber, baile, lectura[1],
etc. etc.
Conviene aclarar, sin embargo,
que, según todas las estadísticas, bastantes de la muchas horas que pasamos
ante un receptor las dedicaríamos gustosamente alguna o varias de esas u otras
actividades si el entorno y los condicionantes nos lo permitieran. Desde un
punto de vista político no es tema baladí pues está ligado al modelo de
sociedad que se busca y a los medios que se ponen para avanzar en esa
dirección. En este sentido, la sobredosis televisiva es más el síntoma de otros
males que su causa. Resulta, pues, estúpido y facilón culpar a la TV de las
limitaciones que presenta nuestra realidad y que tienen, claramente, causas
ajenas a ella.
Pero, sin embargo, el excesivo
consumo de televisión se funda también en el atractivo y, por lo tanto, en el
poder que sobre nosotros ejerce la imagen.
Freud explicó por qué el placer
de contemplación es consustancial al ser humano recurriendo al análisis de las
etapas de constitución del sujeto. Según él, antes de que el sujeto se
socialice y se inserte en el orden simbólico, se constituye en lo imaginario a
través de la experiencia visual. Es lo Lacan teorizó como "fase del
espejo". El bebé, antes de poder pensarse y nombrarse a sí mismo se
percibe como ser separado al descubrir a los otros que actúan como espejos.
Ahora bien, el otro es lo que no es uno mismo, aquello de lo que se carece, el
objeto del deseo. La mirada, pues, es la clave del deseo.
Se compartan o no las teorías
psicoanalíticas, es innegable la pasmosa atracción que, con ligeras variantes,
tiene la imagen sobre cualquier persona. Asombra comprobar hasta qué punto dependemos
de ella, hasta qué extremos puede obnubilar nuestro entendimiento, qué grado de
credibilidad le concedemos.
Mucho más que a las palabras. Si
recibimos dos mensajes opuestos, uno por vía visual y otro auditiva, siempre
acordamos confianza en prioridad a nuestra mirada incluso aunque lo que miremos
sean imágenes creadas, pura representación. Supongamos que, en una ficción
audiovisual, oímos "Margarita subió apresuradamente las escaleras"
mientras vemos, por el contrario, que Margarita las baja. Pensaremos que el
error está en la frase, no en la imagen. Y, aunque mi ejemplo sea algo burdo,
esta disposición mental nuestra puede ser utilizada con sutileza por los
realizadores tanto para enriquecer y complejizar sus relatos como para
embaucarnos. En el primer caso están los grandes directores. Pensemos, por
ejemplo, en Fritz Lang. Recordemos películas como Los sobornados (1953) o M el
Vampiro de Dusseldorf (1931). Contrastemos lo que en ellas se nos muestra
(no sólo las acciones que ocurren sino los diversos factores que intervienen en
la puesta en escena, la iluminación, el decorado, la situación de la cámara...)
con lo que se dice tanto oralmente como por escrito y comprenderemos hasta qué
punto este cineasta dinamita e impide las atolondradas y fáciles tentaciones de
simplificación en las que podemos caer como espectadores.
Emociones incontroladas
Las imágenes tienen otra
característica que las hacen temibles: burlan fácilmente los filtros
racionales, penetran en nosotros por dédalos emotivos e impresionistas, escapan
con suma facilidad a la racionalización. Estamos mucho más indefensos ante
ellas que ante las palabras. Las palabras pueden engañar, por supuesto, pero,
de entrada, los mensajes orales son fácilmente detectados e identificados como
tales. Sabemos "que se nos está diciendo algo". Somos capaces, pues,
de cotejarlo con nuestras opiniones personales y de reaccionar en consecuencia.
Con los mensajes visuales las cosas suceden de otra manera. Por ejemplo, si
alguien declara que una violación puede ser un asunto divertido, encontrará
poquísimas mujeres dispuestas a compartir su opinión. Pero las espectadoras
-incluso las espectadoras feministas- de "Salsa rosa" (o de otras
muchas películas pues la mayoría de las que abordan este tema lo hacen de modo similar)
mirarán despreocupadamente la primera escena del film sin sentirse irritadas e
incluso terminarán considerando con cierta compasión a ese "pobre y
atolondrado chico" que ha intentado violar a Maribel Verdú.
Y es que el poder temible de las
imágenes para manipular nuestras percepciones y sentimientos, para divorciar
los valores pensados de los valores sentidos -utilizando la terminología de
J.A. Marina- se acrecienta extraordinariamente si, además, esas imágenes nos
vienen trenzadas en una trama narrativa. Y así, aunque estemos en contra de las
guerras y la violencia como alternativa para solucionar conflictos y pensemos
que la muerte de un humano no es asunto baladí, en el cine podemos ver morir
mil indios en la más absoluta indiferencia cuando no con cierto regodeo.
También podemos conmovernos hasta las lágrimas porque un estúpido joven sufre
un ligero contratiempo.
Verdad y realidad
Contrariamente a lo que a veces
se dice, no solemos confundir la ficción y la realidad o sólo lo hacemos por
breves momentos o en edades muy tempranas. Lo que ocurre es bastante peor: las
imágenes son fuente de realidad, modifican conductas, se anteponen a nuestras
percepciones directas. Las imágenes trazan buena parte de nuestros mapas
sentimentales y modelan nuestras emociones. Dicho crudamente: ¿qué más da que
sean mentira si nos afectan más que la verdad?
Un niño o un adolescente acepta
que, en general, lo que le dicen en clase es verdad y las series de la TV son
mentira. Pero verdad y realidad no son la misma cosa. Y así, resulta poco
probable que un saber matemático, histórico o literario (pensemos, además, en
cómo se suelen enseñar estas disciplinas) influya en su vida, en su conducta,
en su modo de percibir el mundo, mientras que las imágenes estructuran y modifican
sus sentimientos, sus deseos, sus hábitos, sus percepciones, su escala de
valores, etc.
También los adultos terminamos
creyendo -incluso contra toda lógica- que lo que se nos muestra es tal cual, no
una versión determinada, no un punto de vista. Olvidamos que toda
representación es una fabricación como bien dice Rafael Sánchez Ferlosio. Ello
conlleva absurdas consecuencias: las imágenes fabricadas -las televisivas, por
ejemplo- con tal de que se nos ofrezcan de forma recurrente, acaban por
imponerse a la percepción no mediada de la realidad. Los efectos son perversos.
Como botón de muestra baste recordar lo que Gerbner llama "el síndrome del
mundo malvado": a fuerza de ver asesinatos nos llenamos de temores y
suspicacias y percibimos la realidad como mucho más procelosa y cargada de
peligros de lo que realmente es.
Considerando, pues, los aspectos
más destacados de lo que acabamos de exponer (tiempo que consagramos a ver la
televisión, atractivo casi irresistible de la imagen, poder que sobre nosotros
ejerce, capacidad para modelar nuestros sentimientos y para mediar nuestra
percepción de la realidad, dificultad para detectar sus discursos como tales,
etc.) es lógico -e incluso muy deseable- que nos preocupe enormemente. Estamos,
además, ante un fenómeno relativamente reciente, cuya importancia y
repercusiones todavía no calibramos porque aún no tenemos perspectiva para
evaluarlo y porque aún no está estabilizado, ni ha terminado de engendrar
cambios en nuestra realidad.
La preocupación debe avivarse mucho
más si consideramos cómo son casi todos los programas que nos ofrecen las
cadenas de televisión. Y, aunque no se trata aquí de analizar exhaustivamente
las características del discurso televisivo, evocaré, sin embargo, algunas de
ellas pues sólo a partir de análisis pueden proponerse actuaciones para mejorar
su calidad.
Hay que empezar señalando que
este medio, como cualquier otro (la letra impresa, sin ir más lejos), tiene sus
propias peculiaridades que lo condicionan y lo limitan pero que también lo
dotan de interesantes posibilidades. Señalo esta obviedad porque, a veces (cual
amantes excesivos y algo idiotas), le reprochamos a la televisión que no nos dé
lo que, en verdad, no nos puede dar o que no sea como indudablemente no puede
ser y, al tiempo, aceptamos como inevitables los más esplendorosos horrores que
en absoluto le son inherentes.
Relato y espectáculo
Los humanos necesitamos darle
sentido a nuestras percepciones y emociones y, para ello tenemos que
articularlas en una estructura narrativa. La estructura narrativa es, pues,
esencial para nosotros. Gracias a ella integramos con coherencia lo que
vivimos, convirtiendo los hechos en acontecimientos concatenados y causales,
con un antes y un después. Los relatos son modelos que nos sirven de guía para
articular la narración de nuestra propia vida. Nos dicen que no estamos solos
en nuestras experiencias. Nos proporciona pautas para el acatamiento de las
normas sociales y para la transgresión (y no olvidemos que esto es tan
importante como aquello). Muestran versiones acabadas y explicativas de lo que
puede ocurrirnos y nos ayudan así a soportar el miedo. Solucionan conflictos,
armonizan contradicciones que en la vida real no lo están -y que, además,
difícilmente pueden estarlo- simplifican lo complejo y complejizan lo simple,
tienen un principio y un fin claro. Expresan lo que llevamos dentro pero que,
por represión o por incapacidad, no podemos formular. Son espejos de nuestra
vida pero no son nuestra vida. Así, por ejemplo, en ellos podemos entrar y
salir a voluntad, se renuevan y no son irreparables. Nos hacen olvidar nuestra
realidad pero, al tiempo, nos ayudan a pensarla. Son como nuestra vida pero en
mejor y en peor, en más espantosa y en igual, etc. etc.
Hoy en día, para la mayoría de
la población, la fuente constante y casi monopolística de relatos (y no me
refiero sólo a los de ficción, por supuesto), es la televisión. De modo que,
además de enseñarnos los fondos submarinos, la tierra desde el espacio y otras
cosas a las que sería difícil tener acceso personalmente, la televisión realiza
muchas de esas funciones de la narración que hemos enumerado anteriormente.
Forzoso es reconocer, pues, que,
actualmente, la forma audiovisual ha acaparado casi por completo el flujo de
relatos. Desde luego esto debe preocuparnos por varias razones. Una y muy
importante es que, como ya dijimos, la forma audiovisual tiene sus propias
limitaciones expresivas (igual que le ocurre a la forma escrita o la forma oral
aunque sean limitaciones diferentes) y, en ese sentido, su monopolio nos
empobrece. Otra es que estos relatos -contrariamente a los que vehicula una
charla con otra persona- no se prestan al diálogo (lo de la TV interactiva es
una memez). Ahora bien -y como ya señalé al principio de este artículo- la
culpa de que la gente dedique tantas horas a la televisión no la tiene la
televisión. Si un ama de casa con quien más "dialoga" es con la
pantalla no podemos soslayar el problema llamándola despectivamente
"maruja" o clamando contra el medio.
¿Puede existir una televisión
que nos haga inteligentes?
Otro problema muy grave -y éste
sí es plenamente imputable al medio (a los que lo controlan, para ser exactos)-
viene generado por mala calidad de los relatos que nos ofrece.
Ya señalé que el medio tiene sus
propias limitaciones. Así, por ejemplo, en casa no podemos lograr, ni aún
viviendo solos, el grado de concentración que fácilmente conseguimos en una
sala de cine. Ni las pantallas, ni el sonido, ni la oscuridad, ni la definición
de la imagen, ni el anonimato, ni el grado de abstracción de las propias
circunstancias personales son equivalentes. En consecuencia, la televisión
propicia una relación con los relatos más despegada y espectacular. Utilizo
aquí esta palabra y otras de su misma familia (espectáculo, espectacularidad)
para designar aquello que contemplamos como fuera de nosotros, algo que nos
sorprende o divierte pero que escasamente nos concierne y que se presenta como
del instante, al margen, pues, de los encadenamientos lógico-explicativos,
causales y temporales (encadenamientos que, por el contrario, son inherentes a
los relatos). No sé si es posible encontrar espectáculos sin ningún eco
narrativo -pura percepción puntual- o encontrar relatos carentes de alguna
dosis de espectacularidad. No niego que relato y espectáculo estén siempre
entremezclados. Pero también es evidente que ambos no son lo mismo y que la TV,
al tiempo que -debido a sus limitaciones icónicas- nos da imágenes más pobres,
menos vistosas (menos espectaculares en este sentido) que las del cine, por los
condicionantes mencionados, dificulta la atención sostenida, la inmersión
prolongada, el abandono no mediado... Dificulta, en suma, que nos impliquemos
personalmente, que nos apropiemos debidamente las historias. Sobre todo
aquellas que tienen una gran densidad narrativa.
Pero, aunque ciertamente la
imagen es más impresionista que lógica, más emotiva que racional (cualquier
imagen, no sólo las de televisión) ello no le veta la riqueza significativa.
Hasta aquí, nada por lo que
debamos rasgarnos las vestiduras. Hay películas que exigen ser vistas en sala
de cine y punto. La televisión, a cambio -sobre todo si le añadimos un
magnetoscopio- ofrece otras posibilidades interesantes. Así -por seguir con el
cine- ciertos films que globalmente no nos interesan o no nos interesan tanto
como para repetir su visionado, pueden tener algunos minutos que deseemos
contemplar varias veces e incluso minuciosamente por diversas razones (siempre
que éstas no estén estrechamente ligadas a la calidad de la imagen y al rigor
del encuadre, claro, porque para eso la pantalla del monitor no sirve).
O dicho de otra manera: no es
inherente a la televisión la baja estofa de la mayoría de los relatos que nos
ofrece (tomando la palabra relato en el sentido en el que antes hemos hablado
de ellos y que incluiría, pues, casi toda la programación).
Si son vacuos y lelos, si buscan
insistentemente la espectacularidad y desprecian la densidad significativa, si
resultan esquemáticos y repetitivos, etc. es, fundamentalmente, porque así se
quiere.
Y es un grave problema porque,
si vivimos rodeados de relatos ramplones y fácilmente asimilables que nos confirman
nuestras tendencias más miedosas y maniqueas, podemos terminar careciendo de
pautas narrativas ricas. Pero, como ya dijimos anteriormente, nuestra vida no
se construye únicamente con versiones ligeras de la realidad. También
necesitamos otras que nos desestabilicen, que, en vez de negar la angustia, nos
ayuden a elaborarla.
Dijo Barthes cargado de razón:
"la mala imagen no es una imagen malvada sino una imagen mezquina".
Esta frase, además, es piedra de
toque para determinar el contenido semántico que le damos a la palabra
"telebasura" pues sería estúpido cambiar "Tómbolas" por
"Juegos florales" (o cosas peores aún, tal que mesas redondas
pretenciosas, rimbombantes y vacuas).
Fútbol, Pelícanos, mujeres
Puesto que la televisión no es
un medio adecuado para emitir una ópera, hay quien piensa que está reñida con
la calidad. Olvidan las posibilidades que ofrece. Así, por ejemplo, se presta
muy adecuadamente para tender puentes entre lo privado y lo público. Propicia
conexiones interesantes entre las dos matrices que Sunkel llama respectivamente
simbólica-dramática y racional-iluminista. Entre estructuras
lógico-explicativas y emotivas. Ciertamente, en la TV que tenemos, no se
aprovechan estas vías o se aprovechan mal, pero ahí están.
Y, a este propósito, me viene a
la memoria el artículo de Rubert de Ventós que, bajo el título Lo bueno de la tele mala, publicó El País (9-12-97). Decía su autor que
programas como el de Ana o de Mari Pau dan voz y legitiman ciertas experiencias
privadas porque las insertan en un "Orden de discurso que le permite a la
gente reconocerse, recuperar su legitimidad, salir de su escondite" y
dotan de normalidad lo que muchas personas viven. Aunque habría que matizar
algunos aspectos, comparto su opinión y añado: dan espacio público, legitiman
como experiencia digna de se contada y escuchada lo que muchas mujeres viven. Es una aportación muy importante de la
televisión y que, sin embargo, se comenta poco y casi nunca en tono positivo.
Para empezar, se suelen adjetivar del mismo y despreciativo modo todos los
programas en los que gente descocida habla sobre temas que hasta ahora no se
trataban nunca en foros públicos[2].
Es un craso error calificar del mismo modo despreciativo, por una parte,
programas que basan su gancho provocador en la presencia estelar del
"monstruito" de turno (invitado en su calidad de tal), la señora que
se cree embrujada y en cuya boca, según ella, sus enemigos echan ventosidades
pestilentes, los proféticos visionarios que aseguran que tienen trato íntimo
con extraterrestres y demás raleas y, por otra parte, programas donde diversas
personas, casi todas mujeres, cuentan experiencias que afectan a aspectos
importantes de su vida: amor y desamor, hijos, maridos, amantes,
descubrimientos, miedos y represiones personales, etc.
Ateniéndome a los parámetros
expuestos más arriba, considero indiscutible que estos últimos programas tienen
mucha mayor calidad e incomparablemente más interés que otros que son
considerados "serios" sólo porque reúnen a media docena de señores
(digo señores porque en estos programas la mayoría de los invitados suelen ser
del género masculino) conocidos, además: periodistas, escritores, políticos,
profesores que opinan sobre temas aparentemente importantes. Estos últimos
programas pueden originar discrepancias (sobre el contenido o sobre los
invitados, por ejemplo) pero nadie los llama telebasura. La verdad, no sé por
qué pues, para mayor escarnio, además de no aportar elementos nuevos que sirvan
para pensar nuestra vida, son soporíferos.
Muchas mentes, dudosamente
preclaras, ignoran que la calidad no nace del tipo de programa sino de su
contenido y su forma. Si juzgaran con los mismos criterios a libros o a
películas darían risa.
Bien es verdad que existe una
obnubilación generalizada que confunde "lo plasta" con lo importante,
que cree que "lo privado" no debe ser tema de debate social (¿aún no
saben que lo personal es político?) y considera que "lo público" es
lo que interesa a los hombres públicos.
Son tics heredados de la prensa
escrita que, sin sonrojo, concede un lunes cualquiera diez páginas al fútbol
pero consideraría un desdoro incluir secciones de temas cotidianos y
personales. Sólo las revistas femeninas tratan asuntos que despectivamente los
otros medios consideran como "de mujeres" y a los que no dan cabida
hasta que no constituyen trágica noticia. Y aún así: el sábado, 20 de
diciembre, el espacio dedicado por El
País (no lo cito por inquina sino porque es el que leo con mayor asiduidad)
a la destitución de los ediles del PP en Bilbao casi triplicó el dedicado al
asesinato de Ana Orantes. De un asunto como el primero, con un poco de
"suerte" (si no hay otra "movida" estamental más jugosa),
podemos seguir leyendo ad nauseam (aunque sea dudoso que el cambio en el
Ayuntamiento origine cambios en la vida de los bilbaínos). El maltrato de
mujeres quedará rápidamente relegado -si éstas no consiguen impedirlo- a la sección
de sucesos. Para cualquiera es evidente que si salió de esa sección y mereció
declaraciones de los políticos (espantosas algunas), fue justamente porque Ana
Orantes había aparecido previamente en televisión denunciando su caso.
Volviendo al asunto de la
calidad, justo es reconocer, sin embargo, que los responsables de las cadenas
no representan lo mejor de nuestra especie. Para estos seres, una programación
popular es incompatible con la inteligencia. Se empeñan, pues, con denuedo en
divertirnos mostrándonos a gente que se cae (da igual de dónde), en
sorprendernos con muestrarios de aberraciones mil y en distraernos con
colorines, brillos y sorpresas varias.
Es bien cierto que, debido a la
tan limitada posibilidad de abstracción que ofrece este medio, resulta poco
adecuado para interesarse y seguir coherentemente cualquier discurso que la
exija en grado alto. De modo que, un mensaje que requiera concentración
sostenida e ilativa y que deba aprehenderse activando de forma prolongada
mecanismos lógico-especulativos se presta muy poco a ser realmente escuchado y
comprendido en la TV. Tampoco esta constatación debe enfurecernos como no nos
enfurece la limitadas posibilidades que, en otros aspectos, tiene la letra
impresa o la fotografía.
Ahora bien, no es consustancial
a la televisión interesarse en los acontecimientos sólo en tanto en cuanto son susceptibles
de recibir un tratamiento fraccionado, impresionista, llamativo; espectacular,
en suma. Este medio no está condenado, per se, a tratar los conflictos
únicamente en su fase álgida, olvidándolos totalmente después, a recogerlos
sólo en la medida en que son impactantes. Sus características no vetan el
tratamiento complejo de los hechos. En este sentido causa asombro que, el mayor
tiempo dedicado a un asunto, no suponga una profundización ni una posibilidad
para escapar del simplismo y, por el contrario, se emplee repitiendo
incansablemente lo mismo y con las mismas imágenes (recordemos el asunto Diana
de Gales). No es inherente al medio interesarse exclusivamente por aquello que
se percibe sin esfuerzo, aquello de lo que se entra y se sale "sin
menoscabo de nuestra persona", aquello que miramos desde fuera. Aquello
que nos causa asombro divertido y superficial pero que para nada nos cuestiona
nuestras certezas ni exige que dudemos de nuestros inamovibles convencimientos:
"Las cosas son así y siempre hubo locos, tarados, gentuza, bufones,
monstruos de feria y demás ralea que nos divierte y nos confirma, por
contraste, en nuestra normalidad".
Esta estupidez circense (con
perdón del circo) es, sin embargo, una excrecencia generalizada en la
televisión actual. Se manifiesta en casi todos los programas. Algunos incluso
se dedican casi en exclusiva a ello.
El tratamiento abusivamente
espectacular impide abordar la explicación de los hechos, borra su complejidad.
Anula la ligazón temporal y causal. Todo ha de ser fácilmente aprehendido en
una ojeada, ha de carecer, pues, de una fuerte cohesión y retener, por el
contrario, el espectador mediante flashes emotivos, fogonazos sugerentes que no
exijan ni atención sostenida, ni dedicación emocional[3].
El limitado poder del espectador
Contrariamente a lo que suele
ocurrir con la letra impresa, en la televisión el orden y la sucesión nos
vienen estrictamente fijados. Así, por ejemplo, el espectador no puede empezar
el telediario por el final, ni saltarse noticias. Tiene que pasar por el fútbol
si quiere ver una hipotética pincelada cultural. Tampoco controla el tiempo.
Este es un inconveniente mucho más grave porque impide en gran manera una
asimilación inteligente, ética y personal. El lector de periódicos, si lee algo
que le impresiona grandemente puede tomarme un respiro, murmurar "Madre
mía", volver a leerlo, quedarse con la mirada perdida antes de seguir, pensar
en lo que ha leído, reanudar después la lectura, etc. Ante la TV sus
posibilidades de maniobra se reducen sola y exclusivamente al zapin. Son
limitaciones que impone el medio. Limitaciones que, sin embargo, no obligan a
los directores de informativos a concederle más o menos tiempo a una noticia ni
a un determinado orden y sucesión. Así, por ejemplo ¿qué hay de inherente a la
TV que obligue a anunciarnos con voz cavernosa una matanza de indígenas en
Chiapas y, acto seguido y sin transición, emitir un anuncio que no sólo rompe
la disposición mental del espectador sino que tritura cualquier escala ética y
reduce "el drama" a un simple bombazo anecdótico?
También es bien cierto que la TV
exige un determinado ritmo mucho menos intenso y sostenido que el del cine pero
ello no significa que todo deba quedar reducido al ritmo de un spot. La
secuenciación que se nos impone es ciertamente demencial. Pero ni los cortes,
ni las amalgamas son inherentes al ritmo televisivo. La papilla de
informaciones e imágenes dispares, cuando no discordantes, fragmenta
peligrosamente el discurso, lo convierte en masa informe donde todo da igual
porque todo recibe el mismo trato. Lo episódico predomina y dinamita cualquier
orden jerárquico. Se rechazan con encono las facetas de la realidad que no
puedan tratarse como un spot.
La densidad del relato queda
convertida en fosfatina y el espectador en un mirón superficial e
impresionista. Su atención distraída sólo se posa de modo intermitente. Su
emoción no se articula en torno a nada significativo ni lógico. Todo da igual y
nada implica personalmente. Sólo escandaliza -de manera agradable, por
supuesto. Esto no lo inventó la TV. Ya dijo Renoir que las claves para hacer
una película comercial residían en asombrar al espectador por cualquier medio, provocándole
incluso gritos de terror, pero que lo único que no se podía hacer era
inquietarlo. No sabía Renoir hasta qué extremos llevaría esta máxima la TV...
La publicidad y sus imposiciones
Está claro, pues, que la
televisión -como cualquier otro medio- tiene sus limitaciones y también sus
propias posibilidades expresivas. Pero, ni las unas ni las otras vetan la
calidad, aunque sí condicionen y determinen, por supuesto, las formas para
alcanzarla.
¿Quién obliga, pues, a exacerbar
ciertos aspectos llevándolos a límites que bordean -y a veces alcanzan- la
supina estupidez? ¿Por qué se relegan o se dejan inexploradas algunas
peculiaridades y se hipertrofian otras?
Aunque los factores son
múltiples, uno condiciona radicalmente la triste realidad de nuestra
televisión: la publicidad.
Ya dijimos que el medio
televisivo no propicia una gran concentración del espectador pero que ello no
implicaba la incoherencia que lo inunda. La publicidad es la máxima responsable
de la fragmentación del discurso. Fragmentación que lo condiciona, lo dinamita
e impide que se creen implicaciones entre el espectador y lo que mira. Corrompe
su significado con amalgamas totalmente vergonzosas.
No vamos a entrar en el análisis
de cómo son los mensajes publicitarios, en qué basan su eficacia, a qué
mecanismos apelan, cómo se elaboran, etc. Temas apasionantes, sin duda, pero
que nos derivarían excesivamente lejos del que nos ocupa. Aquí nos limitaremos
a enumerar algunos efectos gravemente negativos de la publicidad.
Primero
La publicidad impone un
determinado tipo de programas. Aquellos en los que predomina la
espectacularidad fraccionada, los fogonazos entreverados con mensajes
discordantes. Tiene que ser así para que el espectador soporte los cortes
intempestivos y pueda engancharse y desengancharse en cualquier momento.
Y, a la inversa, sometido a ese
régimen espectatorial totalmente sincopado, el espectador no soporta programas
en los que tenga que realizar una inversión personal. Opta, pues, por aquellos
que pueden mirarse con media neurona, en los que se entra y se sale con
facilidad. Hay que aclarar esto pues las condiciones determinan los mensajes y
las posibilidades reales de transmitir unos u otros. Resulta casi
imposible ver algo que te afecte, emocione, exija atención, esté bien
secuenciado, etc. con continuos cortes. Es una cuestión de supervivencia y de
salud mental. Para cualquier actividad, ya sea leer un tratado filosófico o
bailar, se necesitan las condiciones adecuadas.
Segundo
La TV está totalmente
determinada por su dependencia económica de la publicidad. El audimat arrasa
con todo. Así, mediante el truco de la audiencia, impone su tiranía sobre toda
la programación.
Se defiende este estado de cosas
aduciendo que responde a los gustos de la mayoría. Pero, si dije que se trataba
de un truco, es porque, efectivamente, subyacen en él varios engaños. En primer
lugar, los sistemas de medición de audiencia no miden la demanda del público
sino la reacción de éste ante la oferta que se le hace. Inducen, además, a
confundir audiencia y satisfacción. Y mientras que los índices de audiencia se
miden minuto a minuto y sus resultados se airean constantemente, los de
satisfacción no se miden nunca. Estas hábiles manipulaciones llevan a lo que
denunciaba Félix de Azúa (aunque él no lo aplicaba exactamente a esto):
"La verdad ha sido sustituida por la opinión".
Pero, además, una cosa es que
predominen esos supuestos gustos de la mayoría (supuestos y más que
discutibles, como acabamos de decir) y otra que, con ese pretexto, se arrasen
los de la también supuesta minoría. Y la llamo supuesta porque no es tal. En
efecto, un programa de éxito suele acaparar un 30% de la audiencia. ¿Qué pasa
con el otro setenta por ciento? Pues que tiene que "elegir" entre
programas que se parecen al desechado como dos gotas de agua y que rivalizan
con él en la misma propuesta. Pero es raro que se le ofrezca una alternativa
real. La razón es simple. Ese setenta por cien de espectadores a quienes no les
gusta el programa mayoritario no forman un público compacto. Quieren otra cosa
pero no quieren todos lo mismo. Son, pues una mayoría real pero con gustos
fraccionados. Esto hace que no le interesen a nadie. No hay responsable de
cadena que programe pensando en ellos. Todos hacen su parrilla para conquistar
al núcleo homogéneo del treinta por ciento. Y, si no lo consiguen, se quedan
con las sobras pero les da igual el porcentaje de espectadores insatisfechos.
Buscan la inversión publicitaria y ésta acude en función del audimat, no del
aburrimiento del público que, para empezar, no se mide.
La TV pública debería ser la
excepción y responder a la demanda de espectadores cuyos gustos nadie considera
y de cuya satisfacción nadie se preocupa. Programar lo que nadie programa pero
que, por diversos motivos, puede interesar a bastante gente.
Tercero
Otro tema que se oculta
cuidadosamente es lo que cuesta la TV al ciudadano. Rara vez se habla de la
parte de televisión que cualquiera -espectador o no- paga con cada producto que
compra y que, indefectiblemente, incluye en su precio la maravillosa campaña
que nos ha inducido a comprarlo. El 4,4 % en cualquier par de zapatillas Nike.
Más de treinta mil pesetas en un modelo de coche barato. Como consecuencia de
esta "omertá", los televidentes piensan que la televisión es gratuita.
Este engaño tiene un efecto muy perverso: impide que se crean con derecho a
exigir nada. Parece mentira pero así es. La misma obnubilación se padece
también con las cadenas públicas a pesar de que las pagamos por partida doble.
¿Quien está al corriente de cuánto cuesta a cada ciudadano (entre impuestos y
publicidad) mantener cadenas públicas que no ofrecen nada realmente distinto de
las otras? ¿O alguien piensa que la alternativa al fútbol es el baloncesto y la
alternativa a un cutre telefilm estadounidense es un documental?
Eso sin mencionar lo que pagamos
en tiempo. A veces, ronda una tercera parte del que empleamos viendo la TV (ya
que, como es bien sabido, nadie respeta la ley de publicidad). Durante 1996
(según Zenith Media) cada español vio 22.692 spots. Como su duración es, por término medio, de 20,4 segundos, el
televidente pasó 5,3 días de ese año viendo anuncios. Según Servimedia, las
cadenas de televisión emitieron durante el pasado mes de diciembre 4018
anuncios diarios. Cada una dedicó más de 4 horas de su programación cotidiana a
publicidad, concentrada, sin duda, en los momentos de mayor audiencia.
Cadenas generalistas y temáticas
En vista del panorama cabe
preguntarse ¿para qué queremos mantener una Televisión pública que no aporta nada
distinto de que lo ya ofrecen las otras cadenas y que pagamos, sin embargo, por
partida doble?
Hay, además, quien opina que las
cadenas generalistas están irremediablemente condenadas a la espantosa realidad
que conocemos. Sería, pues, inútil luchar contra ello. Dejémoslas por
imposibles y refugiémonos en las temáticas.
Pero como señala Dominique
Wolton, las cadenas temáticas sólo atraen a un determinado público. Los
abonados y televidentes de las diferentes cadenas temáticas coinciden
extraordinariamente con las diferentes capas sociales y culturales. Al analizar
su público se obtiene una proyección de las desigualdades de nuestra sociedad.
Por ello Wolton defiende la idea de una TV generalista de calidad que, desde su
punto de vista, puede convertirse en importante factor de cohesión social nada
desdeñable en una sociedad individualista de masas, como la nuestra.
No es un asunto baladí. Pienso,
como Wolton, que la tv es tan crucial para el futuro de la democracia como la
educación o la investigación. Creo que la información, la comunicación, la
imagen y la cultura no son sólo ni fundamentalmente mercancías.
Es absolutamente necesario que
exista una televisión pública, dirigida por profesionales, guiada por criterios
de calidad y sometida al control público (¿es preciso insistir en que no se
deben confundir público con estatal y menos aún con gubernamental?). Una
televisión de esas características tiene que financiarse con dinero público y
gestionarse con claridad y rigor.
Como señalaba Enrique Bustamente
(El País, 7-1-98) "sin un marco
económico viable y unas reglas políticas transparentes para todos los actores
no es posible ni la regulación ni la autorregulación". Pero
desgraciadamente no parece que las intenciones gubernamentales vayan por esa
senda.
Despedida
Jean Fourastié dijo, movido por
el entusiasmo "la máquina lleva al hombre a especializarse en lo
humano". Eran otros tiempos. Hoy ya no es posible tal ingenuidad. La frase
-interesante, sin duda- exige, de
entrada, un cambio en la terminología: lo de "máquina" queda muy
pequeñito para nuestros tecnológicos ingenios, lo de "hombre" suena
ásperamente androcéntrico y, además, hemos de engarzar obligatoriamente un
"puede" entre esas palabras.
La máquina, como decía él, o la
informática, o la clonación, o la realidad virtual, o los dos mil canales que
se nos avecinan, en fin, los progresos técnicos de todo tipo, pueden servirnos
para especializarnos en lo humano. Pero lo cierto es que, desde luego, nos
abocan a dilemas cada vez más comprometidos. Ya lo señalaba Rubert de Ventós:
con cada descubrimiento "un nuevo e inmenso territorio se desprende del
reino del azar y entra en el de la moralidad". Lo humano necesita ser
pensado y creado sin cesar.
Frente a los escualos de
"la aldea global" no basta con quejarse. Hay que elaborar y defender
propuestas concretas que hagan posible otra realidad. Y, desde luego, cada día
es más difícil y menos aconsejable practicar la inconsciencia y la
irresponsabilidad.
[1]No olvidemos que la lectura,
además de otras exigencias relacionadas con la educación, requiere, por
ejemplo, fuentes de información, inversiones económicas considerables y un
espacio relativamente tranquilo y privado que es imposible lograr en muchas
viviendas familiares.
[2] La televisión que ha sido indudablemente
pionera en hacerlo y ha tenido gran influencia en los demás medios
generalistas. Si exceptuamos las revistas femeninas, sólo la radio tocaba estos
temas referidos al ámbito privado aunque lo hacía tímidamente y más bajo la
forma de "Consultorio".
[3]Ello tiene consecuencias en el
terreno del aprendizaje que aún están por estudiar pero que ya se perciben en
las aulas y son sumamente perturbadoras.
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