domingo, 14 de febrero de 2016

Rompiendo las olas. O cómo, debajo de la espuma del “amor”, anida el sadismo.

[Extracto de un artículo más largo] 

 Si para vivir el amor –es decir si para ser reconocidas en el único terreno que se les oferta- las mujeres han de pasar por las más tremendas horcas caudinas, pues pasan. De manera que, en el mejor de los casos, y como dice Adrienne Rich, llevamos el amor como plomo en nuestros tobillos (Diving into the Wreck)… En el peor, se nos predica que el amor justifica cualquier sufrimiento, incluso la muerte.
Para nosotras, a más sufrimiento, mayor amor.
Una ejemplificación cristalina de lo que estoy diciendo, lo encontramos en Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1995), película que, en su núcleo duro, en su sustancia, es una apología del maltrato y la violencia de género.



Comentemos algunos aspectos de este film.
Ya al principio, en la secuencia de la boda, queda crudamente planteado qué se entiende por amor y por placer para cada miembro de la pareja.



Bess (Emily Watson) le pide a Jan: “Hazme el amor”. Ella no sabe muy bien en qué consiste pero ha oído las suficientes campanas patriarcales como para estar al corriente de que “hacer el amor” es poner su cuerpo de mujer a disposición del varón que hará con él lo que tenga que hacer. Las campanas falócratas y coitocéntricas también le han dicho que “hacer el amor” no es besarse, ni acariciarse, ni explorar el cuerpo ajeno y el propio, ni tocarse excepto en esa parte del cuerpo que para ella es un territorio incógnito. Por eso, cuando él la besa, ella insiste: “No, venga, hazme le amor”.
Pero, para Jan (Stellan Skarsgård) ¿qué es “hacer el amor”? A él se le supone experiencia. Él podría decirle: “Hacer el amor es justamente besarse, recrearse el uno en el otro, es tocarse y descubrir todos los rincones del cuerpo, abandonarse, comerse” (todo con el SE recíproco, por supuesto). Pero no, él la única pega que pone es el sitio: “¿Pero aquí, en este sitio? ¿No te apetece otro más romántico?”.
Su objeción no versa, pues, sobre el contenido sino sobre el escenario. La sustancia no se pone en duda: hacer el amor es algo que un hombre hace para sí sirviéndose del cuerpo de una mujer y, más concretamente, se trata de introducir su pene en la vagina de ella y moverse hasta que eyacule. Y, francamente, para eso ¿qué más da el sitio?
Tampoco le arredra a él la dificultad de penetrar de pie a una mujer virgen (siento utilizar un término tan cargado de todo tipo de connotaciones patriarcales pero aquí lo tomo en la acepción más física de “mujer a quien no se le ha introducido nada por la vagina que haya podido romper el himen”). Tiene suficiente confianza en que su pene erecto solventará cualquier inconveniente. Pene que, por otra parte, es un bien mandado y sólo necesita un “Hazme el amor” para estar pronto y dispuesto.
Como la película construye la percepción de que Jan es un ser amante y considerado, además de preguntarle dos veces si está segura de que el sitio sea adecuado, cuando acaba también le pregunta “¿Estás bien?” Y le indica que tiene sangre en el vestido.
Posteriormente, se les verá “hacer el amor” desnudos en la cama pero esas variables no arrastran otros cambios significativos: él anda a lo suyo y ella observa. O sea, él la penetra, suda y se mueve, ella pone cara de curiosidad y de nada más. Lógico puesto que sería milagroso que, con ese proceder, el clítoris de ella se enterara de algo.
Pero Bess sigue encantada. Hasta los ronquidos de Jan junto a su oído la embargan de felicidad. En un esquema patriarcal, es la esposa perfecta.



Queda, pues, claro que “hacer el amor” para nada incluye el placer ni el deseo de la protagonista o, para ser más exactos, incluye la idea de que el placer y el deseo de ella es sola y exclusivamente el deseo y el placer de él. El lema es: “Disfruta de mi cuerpo, que mi disfrute es que tú disfrutes”. Estamos, pues, ante un placer femenino definido como esencialmente sometido puesto que se sitúa y explica en relación al otro.
Aunque no negamos, por supuesto, que un componente del amor sea dar placer, matizamos: un componente, no el componente. Y que ese placer de dar placer debe ser recíproco, para ambos.
Este film lo construye en dirección única: el placer para las mujeres es dar placer. Y, como dijimos antes, si para dar placer hay que pasar por el sufrimiento e incluso la muerte, pues se pasa. 
En cambio, el placer para un hombre es obtener placer de una mujer aún a costa de exigir que haga lo que ella no desea hacer de ningún modo.
Siguiendo tales planteamientos, cuando más tarde él le pide que “haga el amor con otros”, se entiende que le está pidiendo que haga con otros los que antes hacía con él: poner su cuerpo a disposición de diversos varones –los que sean y aunque a ella le horroricen- para que ellos disfruten usándolo y así contárselo al amante esposo a fin de que él también disfrute, en una cadena en la que, vuelvo a repetir, el único deseo y placer que queda excluido es el de ella.
Y ella, para vivir su sublime amor, hará lo que él le pide aunque tenga que vomitar, ser despreciada, excluida, lastimada e incluso asesinada. Sobre todo porque, además, el cinismo y el sadismo de la propuesta que nos hace el film llega tan lejos que liga el sacrificio de ella con la salvación de él.
No sólo lo expresa así el marido sino la amiga enfermera. Este último personaje le dice a Bess que la salud del herido depende de ella. Luego, ciertamente, al darse cuenta de cuáles son las exigencias varoniles, le aconseja que no le haga caso. Demasiado tarde, ella ya anda metida en esa locura. 
Desde el punto de vista de quien esto escribe, no cabe la menor duda de que estamos ante una historia de maltrato, una dura historia del maltrato que acaba incluso en muerte. Pero lo más tremendo es que nos la publicitan como historia de amor y como tal es recibida incluso por mujeres con sensibilidad feminista.
¿Cómo es posible? Hoy en día, si oímos:
Llévame por sendas de hiel y amargura,
ponme ligaduras y hasta escúpeme;
échame en los ojos un "puñao" de arena;
mátame de pena, pero quiéreme
activamos un distanciamiento censor (aunque nos guste la canción) y, sin embargo, ese distanciamiento no nos funciona (o al menos no de manera tan rotunda) con Rompiendo las olas.
No activamos tal distanciamiento porque, como ya señalé, resulta más difícil respecto a la película que respecto a la canción tomar conciencia de que estamos ante un discurso, una representación, un texto construido. Y, sobre todo porque es más complicado despegarse del punto de vista y de la poderosa red emocional que crea el film. Por lo tanto, resulta más arduo tener una actitud crítica ante su prédica.
De modo que, en vez de ver a la protagonista de Rompiendo las olas como una víctima cuya educación sentimental es una monstruosidad, la película nos hace considerarla como una heroína enamorada, capaz de enfrentarse al sufrimiento, al dolor, a la repugnancia y capaz de desafiar la observancia religiosa de su comunidad. Comunidad que, por supuesto, la rechaza y la condena.
Y volvemos a la glosa de Barthes porque alguien ingenuamente puede pensar: “Pero justamente aquí no se trata del postulado de reconocimiento puesto que ella, con su proceder, se enfrenta a la comunidad a la que pertenece que termina excluyéndola y anatematizándola”.
Ah, pero qué importa el reconocimiento de esa banda de cuervos devotos. Ya dijimos al hablar de Los Lunes al sol que los sentimientos, opiniones y actuaciones de todos o algunos de los personajes no tienen por qué coincidir con los que la película promueve en los espectadores. Una cosa es la diégesis y otra la posición que la instancia narradora construye sobre lo mostrado.
Aquí, la comunidad religiosa está construida como los “malos” de la película y, por eso, en estricta lógica narrativa, su reconocimiento resultaría incluso contraproducente. Si a “los malos“ algo les parece bien, entonces es que no es bueno. Así de simple es la mecánica. Y, por eso, ella, por amor, ha de enfrentarse también a los susodichos “malos”.
Es nuestro reconocimiento el que cuenta, es el de los espectadores y espectadoras el que se solicita, no el de los devotos. Y en la posición estructural que el film nos crea, en la red de sentimientos que en nosotros promueve, lo legítimo, lo que importa es que ella sea fiel a su historia de “amor” y no a los mandamientos de esa secta fanática. La película es taxativa a este respecto.
Porque, además, hoy en día, pocos filmes -hablo del mundo occidental- miran con simpatía la estricta observancia de los dogmas religiosos tradicionales en lo tocante al amor y a la sexualidad. En el mejor de los casos, los ignoran y se sitúan al margen pues ¿quién se tomaría en serio una historia de amor actual donde los protagonistas solo se dieran castos besos porque esperan a estar debidamente casados para pasar a mayores? ¿quién contaría, sin tomarlo a broma, la vida de una pareja de hoy que tienen todos los hijos que “dios quiere”?
Los bastiones ideológicos que nos oprimen ya no se ubican ahí. La Iglesia conserva su poder político y mucho de su poder represivo pero porque los gobiernos siguen concediéndoselo. Es un maridaje que conviene tanto a los gobiernos como a la iglesia. La población ya no hace gran caso de los preceptos de ésta última. Ni siquiera los creyentes (o solo una minoría muy fanatizada).
Actualmente, en nuestra sociedad, resulta del todo innecesario atacar algunos (digo algunos) de los preceptos de la iglesia católica. En este país, cuyo índice de natalidad es uno de más bajos del mundo ¿ante quién defenderíamos que no se pueden tener “todos los hijos que dios quiera”? Sólo ante el núcleo duro de esa iglesia y aquellos que oportunistamente la jalean pero que tampoco siguen sus dictados pues, como todo el mundo sabe, hasta la derecha más rancia está llena de divorciados (Rato o Álvarez Cascos, por ejemplo, que eran ya poderosos políticos en los tiempos en los que su partido se oponía frontal y ferozmente al divorcio), de parejas con sólo uno o dos hijos (y no creemos que se deba a la práctica de la abstinencia), de gente que mantiene relaciones sexuales sin haberse casado y pronto estará llena de matrimonios homosexuales.
Es más, y como señalé anteriormente, las historias de amor ya no deben respetar las normas morales defendidas por la religión católica. ¿Qué éxito tendría una película que lo hiciera? Su única posibilidad de triunfo sería entrar en la clave de lo irrisorio y paródico. Recuérdese, a este respecto, lo ocurrido con la canción Amo a Laura. https://www.youtube.com/watch?v=hRdVg_JATII

Y, por eso, el reconocimiento que la protagonista de Rompiendo la olas ha de buscar, no es el de esos desecados dogmáticos ultra religiosos sino -dentro de la diégesis- el de su esposo y -fuera- el nuestro, el de la comunidad que formamos espectadores y –sobre todo- espectadoras ávidos e imbuidos de maravillosas “historias de amor”.
El enfrentamiento que crea la película respecto a los “ayatolás” nórdicos es, pues, una socorrida maniobra de diversión, bastante oportunista. Crea para los espectadores y espectadoras unos “enemigos” muy facilones que actúan como cortina de humo: concentra en ellos nuestro rechazo y disgusto y así nos distrae del papel de ese “amante” esposo que la empuja al dolor y al abismo.
En efecto, ya se guarda muy bien el film de inducirnos el mismo tipo de emoción o de repugnancia respecto al marido. Llegamos, incluso, a participar en el agradecimiento –revestido de amor- que, en el seno de la diégesis, Bess siente hacia su marido por haberla elegido –reconocido- a ella, que no es especialmente valiosa ni desde el punto de vista físico ni desde el intelectual. 
Cuesta considerar a Jan como un inmundo maltratador. Justificamos su comportamiento como un desvarío pasajero producido por su enfermedad y compartimos su “pesar” en ese lindo entierro marino que le –en realidad se y nos- ofrece y que, como broche de cinismo, sirve para trabajar nuestras emociones más lacrimógenas y para hacernos olvidar que, ese hombre conmovido que le ofrece tan bonito ritual, es el que la empujó a la muerte.

Una objeción puede oponerse: la de que, en esta película, es ella la protagonista y, por lo tanto, la identificación-proyección no se hace con el personaje masculino. Sí, es verdad. Pero sobre todo es verdad que, siempre, detrás de cualquier texto, de cualquier representación, de cualquier personaje está –como no nos cansaremos de repetirlo- la mirada de instancia narradora. Ésta fabrica el mundo que muestra la cámara y nos hace ocupar una determinada posición en él y respecto a él. En este film se nos induce la identificación-proyección con un personaje de mujer que acepta ser sacrifica por amor. 
Mensaje final: la heroína, Bess, es estupenda. Si quieres ser estupenda, dalo todo por amor.

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