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Cine y micción
Someto a vuestra consideración este detalle que siempre me
ha dejado estupefacta: ¿cuántas veces hemos visto la micción masculina en el
cine? Y con qué complacencia, con qué fruición y con cuántas variantes: como
competición, como rito iniciático, como símbolo de fratría, de humor, de
ternura, de compañerismo, etc. etc.
Total, que mientras la micción femenina es una simple
necesidad fisiológica, la masculina es una especie de proeza de interés general[*].
Claro, este ejemplo, de entrada, parece insignificante.
Pero, justamente, su interés radica en su insignificancia. Demuestra que la
cámara puede detenerse a explorar todo lo que tenga que ver con el mundo viril
convirtiendo así en significativos hasta los pormenores más triviales.
Porque la cámara, al filmar un episodio como digno de ser
narrado, lo inviste de interés. Y al revés: si los asuntos, historias,
avatares, opiniones, anécdotas, etc. de las mujeres no se ven, equivale a
considerar que no existen. O, en cualquier caso, que carecen de enjundia por sí
mismos.
Somos seres vicarios en la historia de otros y sólo
aparecemos en función de ellos: la niña de la que él se enamora, la adolescente
que lo provoca, la que le hace sufrir, la mala que lo decepciona, la madre que
lo agobia o lo consuela, la hermana que lo irrita, etc. Recordad Barrio.
Queremos a esos chicos aunque no sean, en principio, nada excepcionales. Los
queremos con sus torpezas, sus fantasías, sus ingenuidades, sus malos rollos.
Nos enternecen sus avatares. Durante hora y media compartimos sus vidas y vemos
el mundo (y, por supuesto a las mujeres) desde ellos. Sufrimos con la decepción
del que descubre que la emigrante que le interesaba es una puta, nos sentimos
provocados por la hermana del otro, nos conmueve ese hombre que desea preservar
a su hijo del dolor y la humillación. Y hasta llegamos a compadecer al padre
que termina viviendo en la calle. Sí, la madre lo ha acusado de maltratador
pero sabemos que es mentira, al menos eso se deduce de la escena. Y aunque
fuera verdad: al no verlo, no nos duele.
En efecto, la inmensa mayoría de las películas nos inculcan
un constante aleccionamiento sentimental, una propaganda masiva, para que conozcamos
y comprendamos los gustos masculinos, perdonemos sus traspiés, nos emocionen
sus penas, nos conmuevan sus debilidades, nos riamos con sus pequeñas o grandes
cosas, rechacemos lo que les hace daño (incluyendo las malas mujeres)...
Y sí, claro, no está mal tener una cierta educación que te
permita ponerte en el lugar del otro. Pero lo que las mujeres recibimos es una
sobredosis de ese tipo de educación que, para colmo, va de par con una cruel
carencia de historias nuestras.
¿Dónde están reflejados nuestros miedos? ¿Dónde el terror de
tener un cuerpo que no guste? ¿Dónde la humillación de saber que constantemente
te catalogarán por tu envoltorio? ¿Dónde las casi siempre difíciles relaciones
con tu madre? ¿Dónde nuestros juegos? ¿Dónde la mirada que ayude a las
adolescentes en la búsqueda de su sexualidad si están inundadas por las
imágenes de la sexualidad masculina?
¿Dónde nuestras proezas?
Y, además (y digo
esto para calmar a las que, por deformación sentimental, sólo están preocupadas
por ellos mismos), las películas que narran el mundo desde perspectivas de
mujeres brindan a los hombres la oportunidad de ocupar nuestro punto de vista.
Enriquecen así su mirada, los hacen más sutiles y más inteligentes. Favor que
les hacemos...
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