Trata temas como: la colonización, la marginalidad, el machismo, la violencia.
Quizá semejante "programa" temático os tire para atrás. Pues haréis mal. Es una excelente película.
Ya solo por los primeros minutos (que analizo en este artículo comparándolos con la novela), merece mucho la pena: es una potentísima lección de cine.
De la novela al cine: una misma historia, dos
lenguajes. El caso de Once were Warriors.
Del lenguaje verbal al audiovisual
El lenguaje oral y el visual son lenguajes distintos. Esta
es una realidad tan inapelable y tan evidente que parece superfluo recordarla.
Sin embargo, creo que no está de más insistir en ello puesto que, entender en
profundidad esa diferencia y plasmarla con todas sus consecuencias, es la
condición primera (no la única, por supuesto) sine qua non para realizar una
buena adaptación cinematográfica.
Aunque quien adapte una obra literaria a relato audiovisual solo
pretenda serle fiel -no “enriquecerla” ni mejorarla- debe plantearse cómo “traducir”
lo que la primera dice a los códigos expresivos de la segunda. La cuestión es,
pues, cómo trasmitir a un lenguaje esencialmente visual lo que en literatura se
tramite con palabras.
Partiendo, además, de este principio básico: en una representación
audiovisual, lo formulado explícita y verbalmente constituye sólo una pieza de
su significado y, con frecuencia, una pieza no excesivamente importante, ya que,
como señaló Hitchcock: "El diálogo debe ser un ruido entre otros, un ruido
que sale de la boca de personajes cuyas acciones y miradas cuentan una historia
visual"[1].
Lo que significa que de ninguna manera se puede reducir lo que nos
"dice" una película a lo que en ella se formula con palabras.
Con lo cual no niego la importancia que la palabra y/o la
voz (y en esta valoración hay que incluir el silencio, por supuesto) tienen en
un film. La tienen (más o menos según los films) y en variados aspectos
(también según los films). Así, el diálogo puede ser explicativo, darnos
elementos que faciliten la comprensión de la trama, puede, además, aportar
emociones, matices….
Incluso más allá del significado primordial de lo dicho con
palabras, más allá de lo que cuenten o no las palabras, está el tono, el
timbre, la musicalidad.... está la
fuerza emotiva y dramática de la voz humana, tan fundamental que, en la
percepción del espectador, se impone sobre cualquier otro sonido. Como señala
Michel Chion: "Están las voces y lo demás. Dicho de otra manera, en
cualquier magma sonoro la presencia de una voz humana jerarquiza en torno a
ella la percepción.”[2].
Pero, esto que acabo de exponer, no se opone sino que
complementa la verdad formulada por Hitchcock citada más arriba. La palabra se
impone sobre cualquier otro sonido pero no sobre la imagen. Y, de hecho, cuando
hay contradicción entre lo que oímos y vemos, entre la banda sonora y la banda
imagen (cosa que ocurre bastante a menudo aunque conscientemente no lo
percibamos) siempre creemos a la imagen sobre la palabra.
Pero en esta relación palabra/imagen cabe una duda
recurrente: ¿Es apto el lenguaje audiovisual para transmitir toda la
complejidad y la sutiliza que sí puede transmitirnos la literatura?
Yo creo que sí. Quizá no sea posible (o resulte
extremadamente difícil) “transcribir” ciertas obras pero hemos de reconocer que
al revés también pasa: a veces, la literatura no puede dar cuenta de la
complejidad y riqueza de matices y emociones que un plano o una escena son
capaces de construir y trasmitir.
Ciertamente hay obras literarias muy complicadas para
transmutarlas al lenguaje audiovisual. Así, por ejemplo, no debe ser fácil
hacer un buen film a partir de A la
recherche du temps perdu de Marcel Proust. Y, de hecho, ninguna película ha
conseguido plasmar esa novela como algo más que un rollete de historietas
mustias, llenas -eso sí- de condesas, trajes de época, bailes, salones… Igual
pasa con El Quijote, por poner otro
ejemplo: los filmes que sobre el libro de Cervantes se han realizado nos
cuentan la historieta de los molinos de viento y dos cosuelas más y provocan
unas ganas tremendas de abandonar la butaca…
Ciertamente se han dado casos de films tan excelentes como
las novelas que los inspiraron. Eso ocurre cuando ambos creadores (el literario
y el cinematográfico) son geniales. Ejemplo paradigmático: El gatopardo. La novela, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, publicada
póstumamente en 1958, fue llevada al cine en 1963 por Luchino Visconti. Las dos
obras son absolutamente magníficas porque Lampedusa y Visconti lo eran.
En resumen: a la dificultad intrínseca que presenta
“transcribir” a otro lenguaje lo que -más allá de la anécdota- nos dice
realmente una novela se añade una exigencia mayor pero evidente: se necesita un
genio del cine para hacer una película genial. Solo un Proust del cine puede
hacer un film a partir de la novela de Proust. Y los Prousts no abundan.
Once were Warriors, la novela
El autor y
los maorís
Once were Warriors
(traducido al castellano –mala e inadecuadamente- como Guerreros de antaño) es, en su origen, una novela de Alan Duff,
escritor neozelandés, publicada en 1990.
La novela se convirtió rápidamente en un gran éxito
literario. Recibió el premio Pen Club Award en 1991. Se han hecho casi treinta
ediciones y ha sido traducido a muchas lenguas.
Posteriormente,
en 1996, Duff publicó una secuela de Once
were Warriors llamada What Becomes of
the Broken Hearted? (1996) y en 2002 otra más: Jake's Long Shadow.
La madre de Alan Duff era maorí y su padre pakeha (es decir,
de origen europeo). Pertenecían a una clase social acomodada pues su padre era
científico y su abuelo paterno, Oliver Duff, fue escritor y fundador del
periódico The Listener, el más
importante del país.
Con todo, la infancia de Duff, nacido en 1950, no fue fácil
pues su padre era violento. Cuando Alan tenía diez años, sus padres se
separaron y él fue confiado a sus tíos maoríes. Su comportamiento se hizo cada
vez más problemático y rebelde. Terminó siendo expulsado de la escuela y
abandonó los estudios. Trabó amistad con pandilleros marginales. Finalmente fue
internado en un correccional.
Al salir, pasó a la tutela de un tío paterno que era
antropólogo. Volvió al colegio pero continuó participando en peleas violentas y
robos por los que de nuevo lo detuvieron e ingresó en prisión por primera vez cuando
solo tenía 15 años.
Una vez libre, trabajó en diferentes cosas: como instalador
de material de aislamiento, como cantante de un grupo, como vendedor… Pero siguió
frecuentando pandillas callejeras y cometiendo delitos. Fue otra vez detenido y
condenado a casi dos años de cárcel. En prisión lee intensamente, a Hubert
Selby y William Faulkner sobre todo. Empieza a escribir.
Cuando sale de prisión, decide cambiar de vida y romper con
sus hábitos y frecuentaciones y se marcha a Londres. Vuelve a Nueva Zelanda en
el 1985 y se dedica en cuerpo y alma a la escritura.
Me he detenido en contar algo de la vida de Alan Duff porque
considero que sus experiencias personales están estrechamente ligadas a sus
obras.
En efecto, tanto Once
were Warriors -como otras novelas suyas- tratan sobre el abuso y la
dominación violenta dentro del núcleo familiar, combinados con problemas
sociales que afectan al grupo étnico a los maorís: alcoholismo, pobreza,
marginación, imposibilidad de integrarse en buenas condiciones en la sociedad
“blanca” e incapacidad para gestionar y vertebrar la propia sociedad.
Duff retrata sin complacencia una colectividad que, además, y
como consecuencia de la colonización, presenta una situación desestructurada y degradada.
Una realidad calamitosa donde, frente al dominio anglosajón, los maorís no han podido
ni imponerse, ni preservarse, ni adaptar sus raíces a valores culturales o
humanos más actuales.
Es decir, los aborígenes se han convertido en un grupo
marginal, que se conforma con las limosnas del sistema (subvenciones con las
que los blancos lavan su mala conciencia) y que no consigue construir para sí una
realidad nueva. Una comunidad inmersa en el malestar que genera la incapacidad
de conseguir otra vida más digna.
Pero Duff tampoco idealiza la cultura maorí del pasado.
Cultura muy guerrera y con prácticas muy brutales (donde, por ejemplo, las
castas dominantes ejercían la esclavitud sobre las dominadas).
La novela
En Once were Warriors,
Duff describe el estado actual de los maorís, y escenifica, como ya apunté, su dificultad
como colectivo para apropiarse de una historia, de un mundo, que no son los
propios sino los impuestos por los colonizadores.
En Nueva Zelanda, la novela supuso un schok. Despertó un
enorme interés tanto por su tema (la realidad actual de los aborígenes) como por
su punto de vista (centrado en ellos). Cuando Duff la publicó, tanto uno –tema-
como otro –punto de vista- eran asuntos bastante inexplorados. Había pocas
obras protagonizadas por maorís y menos aún narradas desde ellos.
Dado su tema novedoso y su tratamiento nada idealizador, desató
fuertes polémicas. Parte de la comunidad de origen anglosajón y buena parte de
la maorí se indignaron (evidentemente por diversos motivos). Algunos miembros
de esta última se sintieron muy ofendidos por el retrato que se hacía de su
realidad. E igualmente, otros aprovecharon para reclamar una vuelta de los
maorís a la “pureza” de sus orígenes.
Aunque, como señalé antes, Duff no cree en la vuelta atrás.
No solo porque la vuelta atrás no sea posible sino porque no considera que la
restauración de una sociedad tan brutalmente estamental y guerrera sea un ideal
deseable ni prometa un futuro paradisíaco.
La novela, contada desde un narrador omnisciente, articula la
trama en torno a una familia maorí: Beth y Jake Heke, más sus cinco hijos. Malviven
en los arrabales de Auckland.
El relato describe la violencia de Jake, su
irresponsabilidad frente a sus deberes familiares, su “gloria” de ser el más valentón
y forzudo de la panda de amigos (el Músculos, es su apodo). Esa “gloria”
compensa su herida narcisista de pertenecer a un grupo maorí tradicionalmente
considerado como los sometidos, la hez. Anida en él una acomplejada fragilidad que
continuamente busca resarcirse con la prepotencia que su ser hombre le brinda en
un mundo tan “virilmente” brutal. Jake no busca ningún futuro, solo quiere beber
con los amigos y pelear. Y, por ello deja el trabajo y se abandona en la comodidad
de las ayudas económicas que el gobierno concede a los maorís mayores de edad. Cómo
él comenta: ¿para qué trabajar si con ello solo gana poco más que lo que le dan
sin hacerlo?
Beth, por el contrario, proyecta su esperanza en un porvenir
algo mejor. Ella pertenecía a la élite maorí
y para casarse con Jake tuvo que afrontar el rechazo de los suyos que
consideraban que esa boda la “degradaba”. Beth se enfrentó a su propia gente
por amor. Y, al principio de la novela, declara expresamente que sigue amando a
Jake a pesar de que éste la maltrate. Y, del mismo modo que Jake suple su
complejo de inferioridad retando a los varones que cruzan su camino y ganando las
peleas, Beth se enroca en la negación de la evidencia (de la brutalidad de Jake
y su falta de responsabilidad como padre). Beth no puede aceptar fácilmente que
se equivocó casándose con él pues sería cuestionar las opciones que hizo sobre su
propia vida. Por ello persistirá en “el amor” hasta que la degradación sobrepasa
los límites soportables.
Los hijos viven en el filo de la navaja. A medida que crecen
se integran en pandillas callejeras violentas y marginales. No parece que
tengan posibilidades de escapar a ese destino de amenaza constante, de miseria,
de aculturación salvaje, de agresiones de todo tipo (empezando por las sexuales
para las mujeres).
En definitiva, el libro retrata un panorama sombrío y
sórdido donde los individuos, sus sentimientos, las relaciones de unos con
otros y con la estructura social son malsanos cuando no venenosos.
Once were Warriors, la película
Cuatro años después de la publicación de la novela, en 1994,
Lee Tamahori realiza una película basada en ella y que lleva el mismo título: Once were Warriors en inglés y el desafortunado
Guerreros de antaño en castellano.
El film tuvo un gran éxito, no solo en Nueva Zelanda sino en
todo el mundo (en muchos países su éxito precedió al de la novela que fue
traducida en varios idiomas a posteriori, como consecuencia del estreno del film).
La Mostra de Venecia 1994 le concedió el premio León del futuro a la mejor ópera prima. Pues, en efecto, hasta ese
momento Lee Tamahori solo había realizado publicidad y sido ayudante en algunos rodajes.
El guion es de Riwia Brown, escritora neozelandesa, autora
también de otros varios guiones, series de televisión y obras de teatro.
Quiero hacer notar que, Riwia Brown y Lee Tamahori son
“mestizos”, igual que Duff -como ya comenté-. Madre maorí padre anglosajón en los
casos de Riwia Brown y Duff; padre maorí y madre inglesa en el caso de Lee
Tamahori. Lo señalo porque lo considero un dato interesante. Creo que de su
mestizaje nace esa capacidad que muestran los tres para plasmar con tanto
verismo y acierto -desde dentro, por así decir- la realidad maorí pero, al
tiempo, les permite lograr un distanciamiento, una visión “externa” que les posibilita
analizarla. Una mezcla de amor y razón muy productiva.
Pero curiosamente, tanto en la novela como en la película, el
mundo blanco está ausente. Ningún personaje mínimamente destacado es, no ya
blanco, sino ni siquiera mestizo. La sociedad anglosajona aparece prácticamente
solo en vaciado. Es un fantasma necesario para explicar el submundo en el que
viven los maorís, es su contrapartida. No vemos a los blancos (salvo en breves momentos
muy puntuales y en papeles muy, muy secundarios) pero percibimos la sombra de su
poder proyectada sobre los aborígenes. Estamos, ante una confrontación
implícita, siempre invisible pero presente. Y que, quizá por ello, cobra más
fuerza.
Novela versus película
El guion
Respecto a la novela, el guion -magnífico, sin duda, y que
ganó en Nueva Zelanda el premio al mejor guion de cine y televisión de 1994-
introduce bastantes cambios. Conserva la historia en sus planteamientos y
líneas generales, así como los personajes fundamentales, pero abre perspectivas
más positivas para algunos de ellos y, en vez de abandonarlos en una caída sin
fin, ofrece un cierre más esperanzado.
Lo cual no significa que la película no sea extremadamente
violenta y dura de soportar -puede que incluso más dura de soportar que la
novela como luego analizaremos- sin ser, sin embargo, tan negativa.
En conjunto, considero que los cambios que realiza el guion
con respecto a la novela son interesantes y hacen la historia más densa y
concentrada. Elimina alguna peripecia y algún personaje y secundario pero, a
cambio, refuerza a otros y les otorga una presencia, un vigor impactantes.
Así ocurre, por ejemplo, con Beth. Pues, curiosamente, la
novela, a pesar de que siga de cerca su monólogo interior, no logra construir
un personaje especialmente atrayente (quizá tampoco lo pretendía). Cosa que el
guion sí hace -y que la imagen hace aún mucho más como luego comentaremos-. Por
otra parte, la salida que la novela propone para Beth –una especie de
misticismo mesiánico- me parece mucho menos interesante que la que se intuye (se
intuye, no se desarrolla) en la película donde Beth aparece como la única capaz
de asumir la parte positiva de su herencia cultural.
Confrontando la obra de Duff con la de Riwia Brown/Lee
Tamahori
Desde mi punto de vista, la película alcanza cotas de
calidad más altas en su propio lenguaje que las que la novela logra en el suyo.
Aunque, como dije, las situaciones y los sucesos que nos cuenta Duff sean
impactantes, la forma, la profundidad, la acuidad, la potencia literaria no lo
son. Carecen de brillo, de originalidad, de arrastre, de intensidad.
Hago esta afirmación aceptando, sin embargo, que quizá no he
captado todos los matices de la novela pues no la he leído en su lengua
original -el inglés- sino, una primera vez, en su traducción al castellano y,
posteriormente, en su traducción al francés.
Sé que la traducción conlleva, casi inevitablemente, una merma
en las sutilezas del lenguaje original. Ignoro qué connotaciones pueden haberse
perdido en la traducción. Pero, aún con todas esas salvedades, me atrevo a afirmar
que no estamos ante una obra que deje huella por su calidad literaria, su forma,
su estructura, su estilo o su uso del lenguaje.
Por el contrario, la película, sí es impactante en muchos
momentos.
Analizaré comparándolas brevemente el principio de la novela
y el del film.
Como dije, la novela, usando el recurso del narrador
omnisciente, describe no solo lo que acontece, sino también los sentimientos y
pensamientos de los personajes.
Se abre centrada en la madre, Beth, cuyas reflexiones se van
desgranando. Mediante ese procedimiento, “entramos” en Beth, en su monólogo
interior. A través de él, se describen el barrio, la casa y la precaria situación
socioeconómica.
También se nos presenta a los miembros de la familia. Beth los
va evocando y narra, a la par, el momento que cada uno de ellos vive, las
relaciones que mantienen unos con otros, el maltrato que ella sufre por parte
de Jake. Nos habla de sus sueños, esperanzas y miedos con respecto a sus hijos,
etc.
Es decir, las primeras cincuenta páginas de la novela nos
describen a los personajes principales y a la sociedad en la que viven.
El film hace esto mismo en unos pocos minutos y unos cuántos
planos. Y lo hace de forma potente, brutal y simbólica. Analicemos someramente
la primera secuencia.
Primera secuencia: fijar el juego, el escenario y los jugadores, repartir
las cartas.
El primer plano de la película es éste (imagen 1).
Lo vemos y, al instante, ese paisaje tan idílico empieza a
parecernos impostado. De inmediato se introduce un sonido que, durante otra una
facción de segundo, no localizamos pero que nos desconcierta.
De pronto, un trávelin de retroceso y lateral nos descubre
“el pastel”: el paisaje idílico que veíamos era solo un cartel situado al borde
de una ruidosa autopista (imagen 2).
Sin darnos un respiro, la cámara realiza una panorámica
hacia abajo. Nos hace descender “a la tierra”, a la realidad. (imagen 3)
Ya, solo con este plano (insisto en el “solo” porque ahí
reside la potencia del cine) nos tumba cualquier sueño idílico. ¡Menudo
bofetón!
Inmediatamente -y como vemos en el fotograma- por el
pasadizo entre la valla y la autopista aparecer una figura que lleva un carro
de la compra y se mueve hacia la cámara.
Cuando ya tenemos cerca a la mujer que empuja el carro, la
figura se para. Su cara permanece encuadrada en un primer plano. (imagen 4)
A un lado y a otro, en sendas bandas negras, aparece el
nombre de la actriz. Se oye una música potente y arrolladora. Y ya, sin necesidad
de más, el film nos construye una imagen cargada de emoción. Esa mujer nos
parece interesante. Queremos seguir su historia.
Inmediatamente hay un cambio de plano y, en cámara
subjetiva, vemos lo que ella ve (con gesto complacido puesto que sonríe al
verlo): apoyada en un árbol (árbol que luego se cargará de tragedia), con una
casa destartalada al fondo (hay varios elementos más en el decorado pero no
merece la pena detenerse a comentarlos porque sus connotaciones están clarísimas),
aparece una adolescente leyendo algo a otros niños más pequeños que la escuchan
atentos. (imagen 5). Como luego sabremos, son los hijos menores de Beth y Jake.
La secuencia sigue y va presentando al resto de los
personajes del núcleo familiar: el hijo mayor, el padre. Con pocos elementos (pero
muy bien seleccionados) la película acierta a situarlos y describirlos.
Al acabar los títulos de crédito, tanto el ambiente como los
personajes ya están construidos en nuestra mente. Tienen presencia y
rotundidad. El filme, con estos breves planos (de cuya fuerza los fotogramas no
pueden dar cuenta pues una imagen fija y muda carece de tempo, de movimiento,
de sonido, de montaje, etc.) ya nos han contado buena parte de las cosas que
Duff describe -de forma muy convencional, como ya señalé- en sus primeras
cincuenta páginas.
Luego, en la siguiente secuencia, vemos a Beth en la cocina,
descargando la compra. Abre una botella de cerveza de manera poco ortodoxa (con
una espátula) y bebe con bastante avidez. No es para nada el modelo de madre
“perfecta”. (imagen 6)
Aparece Jake y, en un breve intercambio entre los dos, queda
ya claramente definidas las “aspiraciones” de Jake y las de Beth y el foso que
los separa.
Esta escena -al igual que la primera- es una muestra de cómo
el film, no solo plasma visualmente “las palabras” de la novela sino que, desde
mi punto de vista, las mejora.
Por apuntar un último ejemplo -aunque no lo desarrolle aquí-
evocaré la escena de la paliza que Jake que da a Beth.
Esta una escena extremadamente compleja porque, de entrada,
no muestra a Beth como corderito sin mácula, no. Beth no es un ser “inocente”.
Pero, en cualquier caso, la escena no solo no justifica en modo alguno la
brutalidad de Jake con ella, sino que muestra, además, la cobardía de los
amigos, la consideración social de que el maltrato de un hombre a su mujer es
asunto en el que no hay que inmiscuirse, el sufrimiento de los hijos oyendo la
paliza… (imagen 13)
Esa escena tiene, además, un “prólogo” interesantísimo (Jake
hace una demostración ante sus amigos de fanfarronada violenta y jactanciosa
justificada como “galantería”) y un “epílogo” deprimente: después de pegarle,
Jake la viola y ambos amanecen así: ella tumefacta y él tan “cariñoso”: (imagen
13)
Concluyendo
No es posible seguir comentando la película sin sobrepasar
los límites acordados a este artículo, pero sí quiero volver a la afirmación
con la que lo empecé: adaptar una obra literaria al cine, consiste en traducir
al lenguaje audiovisual lo que en literatura se dice con palabras.
En el caso de la novela que nos ocupa, un guion pedestre
hubiera recurrido, por ejemplo, a trasponer el diálogo interior de Beth a
diálogo entre Beth y otro personaje. Pero el guion de este film muestra mucha
mayor inteligencia y maestría: nos hace ver lo que en la novela leemos;
“traduce” las palabras de Beth, su monólogo interior, a lenguaje visual. Sabe crear
situaciones e imágenes de gran potencia y carga simbólica (por ejemplo, y como
he comentado, el cartel idílico del primer plano de la película junto a la
autopista y los planos que siguen).
En resumen –y como ya señalé- una buena adaptación no tiene
que ver tanto con los cambios –importantes o nimios, epidérmicos o profundos-
que el guion realice como con esta verdad que es la que debe guiarlos: para
que una obra audiovisual diga lo mismo que dice una novela, ha de que apelar a
elementos distintos porque se trata de manejar lenguajes diferentes[3].
Y, en el caso que nos ocupa, el film supera, además, a la
novela porque nos “dice” más, a más niveles y con mayor calado. Ello se debe, como
acabo de comentar, a la inteligencia del guion y a la inteligencia de la puesta
en escena y demás elementos que conforman el relato audiovisual: actores, banda
sonora, etc. Todos esos componentes hacen del film una obra de gran calidad y
fuerza. Una obra con la que no solo se aprende de la situación de los maorís
sino que universaliza sus problemáticas y angustias. Más allá de cómo se
plasmen en cada lugar, nos confronta a las situaciones de marginalidad,
brutalidad, aculturación, machismo que nuestro mundo genera.
En resumen: desde mi punto de vista, de la comparación entre
novela y film -contraviniendo al a priori positivo del que gozan las obras
literarias- sale ganando ampliamente
este último.
Y por ello aconsejo encarecidamente –muy encarecidamente- ver
esta película y verla en buenas condiciones espectatoriales (no de manera
distraída o mientras se come tortilla de patatas y se contesta al teléfono).
Añado un aviso: recomiendo verla en compañía para así poder,
luego, hacer lavadero o cineclub a fin de elaborar y digerir la brutalidad y la
dureza que el film nos muestra y la complejidad y potencia de sus mensajes.
[1] TRUFFAUT, F.: El cine según Hitchcock, Madrid,
Alianza, 1974
[2] CHION, M.: La voix au cinéma, París, Éditions de l'Étoile, 1982.
[3] AGUILAR,
P. (1996): Manual del espectador
inteligente, Madrid, Fundamentos.

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